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Mostrando entradas de 2014

He pecado

por Javier Debarnot Paco se sacudió las rodillas antes de doblarlas al costado del confesionario, y no bien lo hizo maldijo para adentro por el dolor que sentía en sus articulaciones. Antes de arrancar, se preguntó si ese “su putísima madre” escupido por su mente también debería incluirlo en el listado de pecados. Del otro lado de la ventana, el Padre Julio ya tenía sus dos oídos dispuestos. -Ave María Purísima –dijo Paco sin ocultar una leve sonrisa irónica, por lo parecida y distinta que era esa frase comparada con la que había pensado dos segundos antes. -Dime qué has hecho, Paco. -Uf, antes que nada, mentí bastante. -¿Y eso? -Muy simple, pido a los demás que hagan buena letra y me pongo como ejemplo, pero la mayoría de las veces no puedo ser ejemplo de nada. Soy bastante hipócrita. Y me siento horrible diciendo una sarta de mentiras cada semana, hablándole a todo el mundo desde arriba y viendo que además están muy pendientes de mí. -Pero eso no ocurre siempre, ¿no?

Volantazos desesperados

por Javier Debarnot Esos nubarrones no parecían presagiar nada bueno pero estaban ahí, y Pedro hubiera jurado que los muy traicioneros esperarían el momento justo, aquel que más lo molestara, para tirarle encima una lluvia de esas crueles, irritantes y filosas. Una lluvia bien hija de su madre. Pedro no necesitaba mucho para ser el hombre más pesimista del mundo, y si encima le daban letra… Con ese panorama, faltando media hora para salir a la pista, creyó que no iba a aprobar el examen de conducción salvo que lo partiera un rayo. Al examinador, claro. Su madre estacionó el coche y le deseó suerte sin mucha convicción, y Pedro la vio alejarse hacia la cafetería de la oficina de tránsito, para protegerse de ese frío de agosto y refugiarse de la probable lluvia. Y para dejarlo una vez más solo como desde que se había ido su padre. Nada había sido igual desde ese cáncer fulminante que se había llevado a Guillermo el invierno anterior. -Ay, viejo, no sabés cómo te extraño.

A Costa Rica en Business

por Javier Debarnot Cuando cuatro amigos de toda la vida logran ponerse de acuerdo en algo, el mundo pasa a ser un lugar mejor. Pero en ese mundo ideal, el nuestro, cabían todos menos uno: el rasta que nos había estafado y que queríamos cagar bien a trompadas. Y todo ocurrió una noche de Playa Negra, hace una pila de años en la exótica Costa Rica. Cómo llegamos Nico, Gon, Pety y yo a querer linchar a un simpático personaje de la fauna local se podría explicar en cuatro líneas, pero puede ser más divertido si aplicamos unas pocas pero pintorescas pinceladas de contexto. Todo empezó, como tantas otras cosas que al final acaban mal, cuando intentamos conseguir hierba, se supone que de la buena. Al no ser asiduos consumidores, mucho menos éramos buenos compradores de la sagrada hoja. De alguna manera, siempre nos llegaba algo de carambola y aprovechábamos, pero cuando teníamos que ir a conseguirla en rodeo ajeno, quedábamos más expuestos que un pésimo alumno en plena lección o

Esto no tiene nombre

por Javier Debarnot Además de una gran amistad, a Juan y a mí nos une una singular pasión que no es el fútbol. Que sí, que también nos encanta, pero esto es otra cosa, algo que cosechamos por lo bajo como un sello distintivo de nuestra forma de ver a los demás. Juan y yo, desde siempre, compartimos el insólito pasatiempo de poner apodos. A él, a ella y, si se descuidan, a ustedes y a sus madres. Es probable que una parte de este vicio nos haya venido en los genes, porque no nacimos en Kuala Lumpur sino en la porteñísima Buenos Aires, que debe ser la ciudad del mundo donde poner apodos es el auténtico deporte nacional. Sólo basta con elegir tres ídolos argentinos al azar para comprobar que todos ellos tienen, como mínimo, un apodo que no podría separarse del nombre de pila, casi como si éste y el mote fueran hermanos siameses. Juan es el único que hizo toda la secundaria conmigo, primera parte en un colegio y segunda en otra. La diversión a pleno empezó en la última etapa,

De regreso a octubre

por Javier Debarnot Hace 14 años me tatué a octubre en el hombro. No estaba relacionado al mes, de hecho me lo hice el 1 de noviembre, y era para homenajear al mejor disco de mi banda de rock favorita. Pero hoy, que ha pasado tanto tiempo, lo veo como una premonición: un octubre de 2006 fue el mes que cambió mi vida para siempre. Cada octubre tengo una sensación extraña en el estómago, de esas que ni se explican ni se entienden, y algún día del mes caigo, cuento y aterrizo. Ya conté hasta ocho, porque pasaron ocho años desde mi entrada a España. Al advertir el acontecimiento, comprendo la presencia de esos aleteos internos que me invaden en esta época y que son los que intentan comunicarle a mi razón que mi alma quiere gritar y llamar la atención en cada aniversario. Cada octubre, una parte de mis sentimientos se ve afectada por una ausencia que se extiende en el tiempo y que nació desde que me fui, porque ya llevo casi una década huérfano de patria. Las consecuencias de ha

Tragos y estragos

por Javier Debarnot Cuando se disfraza de pantera rosa, Gustavo se evade de su infierno personal, al menos durante el itinerario del Tren de la Alegría por las calles de Villa Gesell. Allí arriba se alimenta de las risas de los niños, aunque él lleve cinco años sin dibujarse una sonrisa, los mismos que han pasado desde que su pequeño hijo falleció en un trágico accidente. Ya van dos temporadas haciendo ese trabajo tan peculiar, junto a Mickey, Bob Esponja, Buggs Bunny y la ardilla de la Era del Hielo. Cuando lo aceptaron para el puesto, Gustavo no tenía dónde caerse muerto. Desalineado y hambriento, su aspecto no podía engañar a nadie y menos a Omar, el dueño de la atracción, pero la desesperación dibujada en la mirada del aspirante logró convencer al jefe que sólo necesitaba poder confiar en sus empleados. -Una noche que faltes, y estás fuera. Gus se lo había tomado al pie de la letra. El problema venía de mucho antes, cuando se venía tomando hasta el agua de las

Vida de perros

por Javier Debarnot El suelo de por sí estaba helado, pero era lo de menos para Evelyn entre la incertidumbre y el miedo que le provocaban dormir cada noche en la cocina. A pesar de todo aquello, la chica no se sobresaltó al sentir unos lengüetazos aún más fríos estampándose en sus pies descalzos. Se trataba de Ralph, el labrador de la familia, acercándole un hueso de pollo que apenas había tocado. En plena oscuridad, a Evelyn le brillaron los ojos de emoción por el generoso obsequio de la mascota. Ocurría que, en esa casa, al perro lo alimentaban mucho mejor que a ella. Evelyn era empleada doméstica en el hogar de los Li, un matrimonio chino sin hijos afincado en un barrio céntrico de Hong-Kong. Oriunda de Filipinas, la joven era una de las tantas que huían de su tierra en búsqueda de unas migajas para sobrevivir, aunque más no sea estando lejos de sus seres queridos. Había dejado a su marido enfermo y a dos hijos pequeños con la esperanza de encontrar en China un empleo

Un carancho en la frontera

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por Javier Debarnot Cuando Juan Alberto volvía a su chalet en San Justo, todavía le daba vueltas a la pregunta de su superior que le había hecho levantar la mano más rápido que sus compañeros de Gendarmería y ofrecerse. “¿Quién tiene las pelotas para tirarse encima de un coche?”. Y Juan las tenía, o al menos eso le hizo creer a los demás. ¿Pero en verdad las tenía? Se suponía que el vehículo iba a ir a paso de hombre, porque esa era la modalidad de la protesta que venían haciendo unos manifestantes para reclamar contra el despido de unos compañeros: ir por la autopista a una velocidad insoportablemente lenta con la intención de entorpecer la circulación, atascarla, y hacer ruido. -¿Y si el coche acelera de golpe? –su mujer intentaba hacerlo entrar en razones. -¿Qué podría pasarme? -No sé, ¿quedar paralítico de por vida? De los nervios, el gendarme sorbió tan rápido el mate que se acabó quemando la garganta. Aunque tuvo la entereza de no insultar al aire

Enroque

por Javier Debarnot Ir remando con un kayak por las olas tranquilas del Mediterráneo debe ser, si me apuran un poco, uno de los grandes placeres que se pueden experimentar en esta vida. Pero tampoco es para que me envidien, porque aunque estaba disfrutando mi paseo como nunca, hubo un momento en que perdí el control y caí al agua, y cuando volví a emerger ya no había ni kayak ni Mediterráneo. Y estaba en la piel de mi propio jefe . El shock inicial fue mayúsculo. No todos los días uno se sumerge en un mar salado, aunque sea accidentalmente, y sale al segundo a la superficie de una bañera de hidromasaje. Me ocurrió esa locura y juro que no estaba ni borracho ni drogado. Sin acabar de dilucidar si sería mejor o peor, al menos estaba solo, en mi nueva escenografía, entre burbujas que me masajeaban la espalda y las nalgas y dentro de un cuarto de baño tan grande como el salón de mi casa. Cuando me vi las manos, no sólo percibí los dedos arrugados por la extensa permanencia en el

Juegos de grandes

por Javier Debarnot -Vamos a hacer el sexo. Diego tenía nueve años y, cuando le hizo la atrevida propuesta a Jessica, de ocho, simplemente esperaba que ella le diera un beso en la boca. Como correspondencia, él iba a sacar la lengua cuando la chica estuviera a centímetros de su boca. La picardía y la inocencia salían a escena una vez cada una, o en ocasiones las dos juntas. Esa mañana, Diego y Jessica jugaban a ser grandes junto con Luisito, el tercero en discordia y el menor con sus siete años. A cientos de miles de kilómetros y a un par de continentes de allí, Carlos y Rubén hacían pan y queso aunque no estaban ni en una panadería ni tenían un horno encendido. Avanzaban desde sitios opuestos y en direcciones enfrentadas, adelantando sus pasos con el objetivo de llegar a pisar la zapatilla del otro en la zona de confrontación. A los dos cuarentones se les sumaban Tito y Rolo, que también llevaban cuatro décadas coleccionadas. -Queso, gané –dijo Carlos-. Rolo, te venís c