Juegos de grandes

por Javier Debarnot
-Vamos a hacer el sexo.

Diego tenía nueve años y, cuando le hizo la atrevida propuesta a Jessica, de ocho, simplemente esperaba que ella le diera un beso en la boca. Como correspondencia, él iba a sacar la lengua cuando la chica estuviera a centímetros de su boca. La picardía y la inocencia salían a escena una vez cada una, o en ocasiones las dos juntas. Esa mañana, Diego y Jessica jugaban a ser grandes junto con Luisito, el tercero en discordia y el menor con sus siete años.

A cientos de miles de kilómetros y a un par de continentes de allí, Carlos y Rubén hacían pan y queso aunque no estaban ni en una panadería ni tenían un horno encendido. Avanzaban desde sitios opuestos y en direcciones enfrentadas, adelantando sus pasos con el objetivo de llegar a pisar la zapatilla del otro en la zona de confrontación. A los dos cuarentones se les sumaban Tito y Rolo, que también llevaban cuatro décadas coleccionadas.

-Queso, gané –dijo Carlos-. Rolo, te venís conmigo.

-¿No es un poco ridículo que hayamos hecho toda esta pantomima para elegir dos equipos entre cuatro personas?

-Cuando éramos chicos lo hacíamos así –zanjó el tema Carlos y se dispuso a sacar del medio.

Los verdaderos chicos ya habían dejado de “hacer el sexo”, más que nada porque a Luisito mirar le aburría mucho y no lo dejaban sumarse para hacer un ménage à trois. Y entonces decidieron ponerse a jugar a los trabajadores, improvisando tres escritorios con tres árboles que habían sido tallados una semanas atrás en el descampado donde los niños simulaban ser adultos.

Después de masacrarse a goles en ese dos contra dos que había acabado con victoria ajustada del equipo de Rubén y Tito, recogieron las camisetas que habían usado para demarcar los arcos y los cuatro en simultáneo sintieron el clamoroso pedido que les hacía la sed. Al grito de “el último es cola de perro” salieron disparados hacia una fuente para beber agua a raudales. La necesitaba el cuarteto de adultos después de haber corrido como críos. En su día a día habitual, apenas solían acelerar el paso cuando se les escapaba el autobús y acababan alcanzándolo al borde de la taquicardia.

En la otra punta del mundo, Jessica acumulaba hojas sobre los anillos que marcaban la edad del árbol decapitado. Tenía más de una docena, y le advertía a sus dos amigos y ahora compañeros de oficina que debían pagarle varios cheques o iba a verse obligada a mandarlos a la calle, que para la ocasión era en realidad el bosque. El pequeño Luisito aprovechó un momento de distracción de los otros para juntar tres nuevos palitos del suelo y comerse dos mocos. Sería imperdonable que lo pescaran en esa conducta tan infantil.

-Juguemos a la escondida –sugirió Tito pasándose la palma por la boca para quitarse las gotas de agua que le colgaban. En cinco minutos, él y sus dos amigos Carlos y Ruben se habían diseminado en tres direcciones para ocultarse de Rolo, a quien le había tocado contar después de perder la final del “piedra, papel o tijera”. Casualidad o no, el trío de muchachones se había subido a sendos árboles y desde las alturas esperaba el momento propicio para saltar, correr y ganar cuando Rolo se distrajera.

En la oficina virtual, donde Diego, Jessica y Luisito ya se habían aburrido de sus puestos de jefe, directora y “correveidile”, tomaron la última decisión antes de bajarle la persiana a la empresa. La niña había sido la que más se había resistido, pero al final de la tarde los varones la convencieron de que era el momento de empezar la guerra, y hasta le habían dado el privilegio de elegir con quien de los dos se iba a alistar para el combate. Y como todavía estaba medio ofendida por el lengüetazo que le había estampado Diego a traición cuando hacían el sexo, Jessica se unió al ejército de Luisito.

Ya anochecía en el sitio donde los grandes habían jugado a la escondida. Una vez consumida una discusión sobre quién había tocado primero el árbol, si Rolo o Ruben, bajaron un par de cambios y, apoltronados sus traseros en un banco bajo un farol, repartieron cartas y se dispusieron a limpiar con una escoba del quince algunas manchas que habían quedado de enfrentamientos anteriores. Cuando se trataba del azar, no había quien pudiera ponerse a la altura de Ruben.

-Qué culo tiene éste –maldecía Rolo por su pésima suerte-, no hay con qué darle.

“Pam, pam, pam”, Luisito le daba con la ametralladora hacia una zona de árboles donde había visto ocultarse a Diego. “Pam”, insistía, pero su amigo no caía o no se daba por aludido. El pequeñín se preguntaba dónde estaría su compañera de filas, sin saber que estaba acechando muy de cerca al enemigo para lanzarle una granada que iba a acabar con él. Diego resistía y clamaba en su radio para que llegaran los refuerzos, aunque el problema era que ni el walkie-talkie tenía pilas ni el chico algún compañero que pudiera socorrerlo. Debía resignarse a una pronta rendición porque estaba rodeado.

A las diez y pico de la noche, Rolo, Ruben, Tito y Carlos dejaron de jugar a las cartas y se marcharon cada uno a su casa de un barrio de Argentina con sus esposas, novias o hijos. A las cinco y monedas, mientras Diego, Jessica y Luisito recorrían el trayecto que los separaba de su hogar en la frontera de Gaza, una bomba los sorprendió a medio camino y murieron al instante.

Si el mundo tuviera más gente grande como Rolo, Ruben, Tito y Carlos que, quizás infatiloide o poco responsable, se empeñara en volver a vivir de vez en cuando aquellos placeres de la infancia, tal vez deberían existir más psicólogos que elucubraran en las razones que llevan a esas personas a negarse a aceptar el paso de los años y convertirse en adultos hechos y derechos con el nudo de la corbata bien ajustado. Nada de eso sería un grave inconveniente que pudiera poner en jaque al futuro de la humanidad.

El verdadero problema es que el mundo tiene desperdigados por todos los rincones a pequeños con Diego, Jessica y Luisito, que en lugar de vivir la niñez que se merecen se empeñan, por culpa del reflejo de una sociedad diagnosticada con una enfermedad que a esta altura ya parece terminal, en imitar la existencia miserable de unos adultos que más temprano que tarde los condenan a pasar, sin escalas ni anestesia, de sus primeros e inocentes años a la muerte más atroz y cobarde, por culpa de la religión, el poder, el dinero o lo que sea. Por culpa de esos malditos juegos de grandes.







Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Esta muy bien para pintar el mundo en pocas palabras. Tal vez demasiado pocas (a mi gusto), esperaré al siguiente.

Abrazo,

Martín
Anónimo ha dicho que…
Muy acertada tu conclusión, coincido plenamente. Pienso que hay cosas que por nobles e inocentes no debieran haber cambiado nunca por el paso del tiempo... habría más orden y paz! Como nos decía mami cuando éramos chicos: la moral y las buenas costumbres no cambian!
Y esos juegos no son precisamente buenas costumbres no...?
Mari
Anónimo ha dicho que…
Siempre me gustó la frase de "a los niños hay que tratarlos como adultos, y a los adultos como niños".
Evidentemente, la segunda parte se refiere a la necesidad de que seamos tratados con alegría, espontaneidad y con intrascencencia en lo realmente intrascendente...justamente lo contrario que hacen los mayores y grandes señores de la guerra (todo en ellos es Intransigencia y Grandilocuencia...)

Un abrazo a los niños que han sabido aprender a relativizar las cosas...

MCarmen

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