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Mostrando entradas de 2009

Aislados

por Javier Debarnot       Nunca había cerrado los ojos, razón por la cual todas las instantáneas del horror quedarían tatuadas en sus retinas. En ese momento se preocupó por no abrir su boca impidiendo que el agua empezara a rellenarle los pulmones, y con una inusual calma pataleó y braceó con todas sus fuerzas alejándose de partes del fuselaje del avión que se hundían arrastrándolo todo a su paso. En pocos segundos y sorteando cuerpos y restos maltrechos, Robert se esfumó de la oscuridad de las profundidades, emergió a la superficie y allí nadó dejando atrás la peor escena de su vida.         Tiempo después, el único sobreviviente llegaría jadeando desesperadamente hasta la orilla de una isla dibujada en el medio de la nada y sin permiso para retratarse en mapa alguno. Extasiado, Robert se desplomó sobre uno de los respaldos de asiento que también habían sido arrastrados al igual que él, y allí se durmió temblando del frío y del terror que todavía lo invadían. Con la salida del sol p

No te excedas con las copas

por Javier Debarnot       Recibir un amigo que viene desde el otro lado del charco es siempre un motivo de inmensa alegría. Los primeros minutos son un torbellino de anécdotas de allí y de acá, frases desordenadas y risa fácil celebrando el reencuentro. Ayer, una vez agotada la emoción de habernos visto con Nacho, de repente él se acordó de que tenía algo para darme.       -No sabés, Javi, me encontré con Alejo y mirá lo que te manda – me soltó mientras me pasaba un pequeño bulto extraído de un bolsillo lateral de su mochila. Sonreí pensando en aquel viejo amigo de la facultad e imaginé que me estaba obsequiando ese trofeo que habíamos ganado juntos en un concurso de creatividad. Pero cuando tuve el paquete entre mis dedos, lo sopesé y reaccioné. Primero: era demasiado pesado como para tratarse de una diminuta copa de metal; segundo: Nacho no tenía ninguna relación con mis compañeros de la carrera de Publicidad; y tercero y garrafal: ahí caí que yo conocía a otro Alejo

La conquista

por Javier Debarnot       Lunes. Para Juan era un día cualquiera, uno más de esos que se acumulaban intrascendentemente en su vida. Se sentó en el banco de siempre a la hora de siempre, y oteó el recipiente en el que llevaba sus sándwiches. Sacó uno y empezó a comer casi de compromiso, sumido en un vacío que lo llenaba por completo, hasta que levantó la vista y miró más allá de las rebanadas de pan que sostenían sus manos. En ese instante mágico la vio a ella.         Dos asientos en diagonal hacia la izquierda del banco en el que Juan pasaba cada mediodía, aterrizó una mujer que imantaba miradas. Tenía cabellos largos y rizados, tez blanca y penetrantes ojos marrones que etiquetaban un cuerpo que sugería armonía y sensualidad en cada curva. Vestía sencillo, con blusa negra y falda gris oscura, y leía un libro que Juan intuyó desde lejos que sería de Paulo Coelho por el diseño de la portada. Desde ese momento, el joven de los abúlicos almuerzos en el parque se sintió atraído por ella.

Perdido en el Amazonas

por Javier Debarnot       El último año de mi libertad viví la experiencia única de conocer el Amazonas. El broche de oro fue recorrer el brazo principal del mítico río desde Tabatinga hasta Manaos, en un barco de carga y pasajeros. Brasileños de la zona, algunos turistas europeos y de otros países de América fueron mis compañeros de expedición. Lorenzo, un científico francés, sería quien iba a marcar el rumbo, no del viaje sino de mi destino.         El Voyager III era casi como el Titanic, excepto que no tenía ni sus dimensiones, ni sus chimeneas, ni su velocidad ni su lujo. Tampoco era su viaje inaugural. Pero yo, en cubierta y parado en la proa, me sentía como el rey del mundo, sobretodo al ver a lo lejos algún delfín rosa contorneando entre olas calmas, y no es que lo divisaba por estar bajo efectos de alguna droga amazónica, sino porque verdaderamente existía, siendo uno de los mamíferos más típicos y pintorescos de la región.         El primer día de los tres que duraría la

Las preguntas del rey

por Javier Debarnot       Érase una monarquía donde la principal ley consistía en que jamás se lo podía contradecir al rey. Cuando éste hacía una pregunta a cualquiera de sus súbditos, una negación equivalía a perder la cabeza in-situ, frente al pueblo y sin importar que la respuesta estuviera emparentada con una verdad absoluta. Un “no” al rey era un pasaje seguro a la muerte sin vueltas ni arrepentimientos.         Aquella reglamentación capital llevaba décadas de sangrienta práctica y motivaba que, morbosamente, a los monarcas se los recordaba por el número de cabezas rebanadas durante su reinado. A Ricardo III se le contabilizaron doscientas treinta y seis al cabo de nueve años y Pedro el Justo apenas había decapitado a diecisiete mientras duró su mandato de un lustro. Los cuerpos malogrados de las víctimas se cremaban inmediatamente después de cada deceso, salvo las cabezas que se guardaban como trofeos de guerra en una habitación del castillo real.         A cada nuevo rey se le