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Mostrando entradas de 2013

Un mundo mejor

por Javier Debarnot      El meteorito, de un tamaño que cubriría la superficie total de Australia, avanzaba a miles de kilómetros por hora en dirección certera e inmodificable hacia la Tierra.      Cuando los más equipados y preparados científicos lo vieron venir, ya era demasiado tarde. No habría más que un par de semanas para decidir y actuar, y la única salida que vislumbraron factible era el éxodo. Huir antes de que todo lo que existía en el planeta tal como lo conocían dejara de hacerlo en un puñado de segundos. Nada iba a quedar en pie de producirse el impacto del meteorito y, descartando cualquier posibilidad de destruirlo antes de que llegara, las mentes más iluminadas concluyeron que no había otra escapatoria que, precisamente, la escapatoria.      Por las características de urgencia y elevado costo de la huída, no todos iban a formar parte de ese plan de evacuación, sino más bien algunos privilegiados. Sólo los que tuvieran varios ceros a la derecha en sus cuentas bancar

Dame aire

por Javier Debarnot      “Te necesito más que al aire que respiro”. Qué estupidez. Las propias palabras que Óscar le había escrito a una novia en 1996, o sea veinte años atrás, le parecen además de cursis un disparate escrito a destiempo. Hoy, él y gran parte de la humanidad saben muy bien que nada puede valorarse tanto como el oxígeno que respiramos, o más bien que casi ni podemos respirar. Y por eso en 2016 estamos viviendo la cruel disyuntiva de atrincherarnos en modernas cuevas urbanas para evitar el contacto con el aire, o morir.      Morir rápido y con dolor, con un estertor que estremece a quien pueda oírlo, esa es la última moda en el catálogo de epidemias mortales de la humanidad y nos azota sin piedad desde hace varios meses en todas las grandes ciudades. El veloz deceso es ocasionado por una infección mortal que quema la garganta y arrasa con todos los caminos que conducen a los pulmones, destruyéndolos sin más, y todo por obra y gracia de una contaminación que s

Me importa un cuerno

por Javier Debarnot      Cuando Rodrigo lanzó la pelota al aire, supo que al impactarla ya no habría vuelta atrás ni tiempo para arrepentirse, y que tendría que estar preparado -¿lo estaba?- para aguantarse la que se le iba a venir encima. Con el rabillo del ojo, mientras la verde fluorescente giraba en su órbita todavía ascendente, miró a su contrincante que no estaba del otro lado de la red sino mucho más cerca. El enemigo observaba expectante a pocos metros, detrás de su propio banco. Su entrenador. Su gran amigo. O al menos así lo había considerado él hasta la noche anterior, la de la traición, durante la velada previa al partido más importante de su vida.      Rodrigo Morales era un tenista profesional dando sus últimos raquetazos en el circuito. Durante casi diez años había podido mantenerse entre los cincuenta mejores del mundo, incluyendo una temporada fantástica en la que supo colarse entre los top-ten y molestarlos en más de una ocasión. Pero nunca se había quedado con

La pizza también se sirve bien fría

por Javier Debarnot      Veinte años no es nada, ya lo dice el tango, y al soltar la frase el autor tal vez se quedó tranquilo tarareándola, desconociendo que la mayoría de los mortales le refutaría ese concepto con miles de argumentos, tantos como los que caben en unas nada efímeras dos décadas de existencia. ¿Quién puede decir que no le cambió la vida en todo ese tiempo? ¿Alguien podría tirar la piedra y esconder la mano?      Fede, que lo que había escondido era la piedra para fumarla más tarde, reflexionaba sobre el avasallante paso del tiempo mientras deambulaba nervioso por el palier de su casa. Se preguntaba quién sería el primero en llegar a la cita, a la anhelada cena del reencuentro para festejar los veinte años de haber acabado el secundario. La ansiedad surfeaba en la cresta de la ola como si estuviera de viaje de egresados, y de aquello también habían pasado veinte años.      Desde que sonó el primer timbrazo hasta que se acallaron las excusas del último en caer tran

Irse por las ramas

por Javier Debarnot      Juliana estaba desesperada por un cigarrillo. Pero de las cuatro personas que quedábamos en la fiesta -exceptuándola a ella-, sólo fumaba yo y se me habían acabado mis Camel hacía rato. Me siguió hasta la habitación y parecía convencida de que sus ruegos iban a obrar el milagro de la aparición del tabaco. Lo dudo mucho, le aclaraba mientras revolvía un cajón para ver si de casualidad me quedaba algún paquete de los que me había traído un amigo en su viaje a Perú.       -No, Juli, no me quedan ni los Marlboro del altiplano -le dije y vi la desazón en sus ojos, pero no quedaba nada por hacer. Iba a ser imposible satisfacer sus necesidades de nicotina, hasta que lo dijo. Lo dijo justo cuando su mirada aterrizó sobre mi Talismán.       -¿Y eso no nos podrá salvar? -me puso en aprietos, señalándome el frasco de vidrio con su flaco índice izquierdo, que se hacía aún más escuálido por el aparatoso anillo que lo rodeaba.       -Jaja -la risa me salió enseguida, nad

Black Label on the islands

por Javier Debarnot      El dedo, siempre pulcro y con su uña prolijamente recortada, hacía rato que estaba zambullido en el líquido amarillento que era la perdición de su amo. Y era este último, su dueño, quien le enviaba al dedo la orden desde su poco lúcido cerebro –porque enviar órdenes era casi lo único que sabía hacer- para que girara lento y cadencioso, en sentido circular, empujando sin ganas aquellos trozos de hielo como dos islas en un mar sereno, una y otra vez, y sólo abandonaba ese movimiento mecánico para entregarse a otro, el de llevar el vaso a la boca y regar los labios con aquel whisky de negra etiqueta, casi tan oscura como su alma de cobarde asesino.      Los pensamientos desvariados, confusos y oscuros, iban librando una lucha interna entre ellos para abrirse paso entre esa maraña de neuronas, multitudinario grupo un par de décadas atrás, pero que en ese momento de su vida iba disminuyendo su número y las que quedaban estaban en peligro de extinción

Fuera de lugar

por Javier Debarnot      Me vi al espejo y no era yo, y mi primer reflejo –o el segundo, porque el primero había sido el que me devolvió el cristal con ese rostro ajeno- fue preguntarme si eso sería bueno o malo. ¿Qué problema habría en esa transfiguración? ¿Acaso estaba yo cien por ciento conforme con mi vida, con mi imagen, con algo? Pero no era aquella la cuestión, sería en todo caso un tema para debatir más tarde, y lo que me apremiaba era el hecho de no reconocerme en el tocador a pesar de tirarme agua a la cara tres veces.      Las inéditas facciones que se revolvían en el lugar donde antes estabas mis viejas facciones parecían estar burlándose de mí, exagerando una mueca casi diabólica desde ese yo que no era yo, mientras a mis auténticos gestos –los que yo conocía de siempre pero en esos instantes no podía ver porque parecían habérmelos robado- los sentía en mi carne evidenciando muestras de incredulidad, apretada la frente en dos surcos profundos que siempre se me