Fuera de lugar

por Javier Debarnot



     Me vi al espejo y no era yo, y mi primer reflejo –o el segundo, porque el primero había sido el que me devolvió el cristal con ese rostro ajeno- fue preguntarme si eso sería bueno o malo. ¿Qué problema habría en esa transfiguración? ¿Acaso estaba yo cien por ciento conforme con mi vida, con mi imagen, con algo? Pero no era aquella la cuestión, sería en todo caso un tema para debatir más tarde, y lo que me apremiaba era el hecho de no reconocerme en el tocador a pesar de tirarme agua a la cara tres veces.

     Las inéditas facciones que se revolvían en el lugar donde antes estabas mis viejas facciones parecían estar burlándose de mí, exagerando una mueca casi diabólica desde ese yo que no era yo, mientras a mis auténticos gestos –los que yo conocía de siempre pero en esos instantes no podía ver porque parecían habérmelos robado- los sentía en mi carne evidenciando muestras de incredulidad, apretada la frente en dos surcos profundos que siempre se me formaban cuando levantaba las cejas por estar sorprendido o extrañado. No veía esos surcos, pero los intuía al igual que la boca abierta con la amplitud necesaria para que pueda colarse una mosca, aunque mi cara real era otra, la de la insoportable sonrisa enseñando los dientes pero escondiendo todo lo demás, las verdaderas intenciones. ¿De qué mierda se estaba riendo ese yo que no era yo?

     Salí del baño, viendo antes de apagar la luz el nuevo rostro y el desconocido cuerpo que vestían mis huesos. Largué un bufido que era en realidad mi primer pedido de ayuda, porque necesitaba a mi familia para que viera con sus ojos lo que veían los míos que ya no parecían ser míos. Pero enseguida vino la segunda sorpresa del día, cuando observé alarmado que mi casa tampoco era tal como lo recordaba. Era otro hogar, no podía estar pasando pero pasaba, y sólo fue dar dos pasos para ver todo cambiado y frotarme los ojos, los que ya reconocía ajenos pero igual cumplían su función, y después del paneo posterior y la comprobación de que el pasillo no era lo que había sido antes de meterme en el baño, decidí volver a este último para resguardarme de ese cambio que ya empezaba a fastidiarme. Y lo temía, lo veía venir y no me equivoqué: al reingresar al baño éste tampoco era el mismo. Desconcierto total, y para ser una broma estaba demasiado bien hecha, pensé al mirarme en un espejo nuevo donde mi cara seguía siendo la de la insoportable sonrisa pero no la mía. Y entonces grité pero no había nadie para ayudarme en esa casa desconocida y vacía, y supe que la ayuda tendría que buscarla afuera, en la calle.

     Ir de mangas cortas y bermudas cuando alrededor tuyo pasa la gente abrigada y echando vapor por la boca es una situación que, si no fuera porque acabas de darte cuenta de que te cambiaron el cuerpo y la casa, para cualquiera sería desesperante. Ese fue el panorama con el que me topé al salir al mundo exterior, donde todo era diferente pero sobre todo el clima. El frío calaba mis huesos -¿seguirían siendo los míos?- pero poco me importaba, ya que toda la atención la acaparaba mi angustia de saberme preso de algún ser superior que iba robándome uno a uno los elementos de mi mundo. Subido a esa angustia, me dejé imantar hacia algo o alguien que pudiera darme como mínimo una respuesta o una razón, o al menos una condenada explicación, mientras temblaba pero sólo se trataba de un acto reflejo de mi extraño cuerpo, en esas extrañas calles que rodeaban lo que había sido mi vieja casa también modificada. Divisé un transeúnte y fui hacia él, intentando resolver en los segundos que iba a demorar para enfrentarlo qué diablos podía decirle, o cómo empezar o introducir la conversación para que no me descarte enseguida al considerarme un loco desquiciado –y teniendo en cuenta que iba de verano cuando la temperatura rozaba los cero grados, tenía todos los números para parecer un bicho raro de los pies a la cabeza que, vuelvo a insistir, no eran los míos-. Al fin me puse frente al extraño y abrí la boca para soltar lo que iba a ser una estrambótica frase inicial, y también final.

     -Mepe gusputaparipiapa sapaberpe quepe mepe espetapa papasanpadopo apahoporapa mispimopo…

     “La puta madre”, eso fue lo que pensé al instante, sabiendo que si lo hubiera dicho me habría salido un “lapa puputapa mapadrepe”. Ante la mirada atónita del joven de unos veinte años que había abordado para pedirle que me aclarara los tantos, supe que el idioma que estaba hablando era el jerigonza, el único que podían escupir mis recién estrenados labios, ese dialecto infantil consistente en agregar después de cada sílaba una sílaba extra con la letra pe acompañada de la vocal de la sílaba original, que debía sonar tan ridículo viniendo de un tipo en teoría maduro de casi cuarenta, agravado el despropósito por estar yo vestido de veraneante en época invernal. En menos de medio minuto quedé hablando solo, desvariando, desesperándome, y comprobando que además del lenguaje español tampoco me salían ni el inglés ni las mínimas nociones de italiano que tenía. Ahí sí, por fin, me azotó la baja temperatura como una bofetada de esas que hacen ruido y dejan marca. Mi interlocutor ya me había dado la espalda y, mientras se alejaba a buen ritmo, apenas giró el cuello dos veces para verme por encima del hombro, dejándome como regalo indeseable su brutal dosis de indiferencia. Quepe sepe mupueperapa elpe hipijopo depe puputapa.

     Mis pasos o los de quien sea me condujeron al único sitio que encontré abierto para resguardarme del frío, un cine de barrio con más pinta de estar perdido que de ser un lugar para no perderse. Entré consciente de que no sólo el frío era el que me taladraba el alma, también la incertidumbre, la desesperación que iba a más y el temor a no ser saberme yo mismo, a no reconocerme ni ser reconocido. No había nadie en el cubículo de venta de entradas ni tampoco alguien que impidiera mi acceso a la sala uno, la de la planta principal, así que decidí avanzar, y mientras lo hacía, tímido y titubeante, sólo oía -mezclados con el sonido de mi respiración entrecortada- los crujidos que hacían las suelas de mis zapatillas arrastrándose por un piso de parqué avejentado y cubierto sin ganas por una alfombra roja y desteñida. La oscuridad me dio la bienvenida a un tenebroso interior donde casi todo era negro, menos un rectángulo del que se desprendía un frío y blanco resplandor que parecía cobrar vida proyectándose desde una pequeña obertura que despedía un sonido chirriante, el de una cinta de celuloide avanzando a trompicones. El cine parecía desierto –lo estaba- y yo me senté en una silla del medio.

     Fue empezar a correr una imagen por la pantalla cuando entró un nuevo espectador, el segundo, porque apenas estábamos él y yo -que casi no era yo-. Había sin exagerar una centena de butacas vacías, todas menos la mía, pero el recién llegado vino hacia mi sitio, convencido y sin miramientos. Yo no daba crédito y llegué enseguida a la conclusión de que el hombre no buscaba un lugar, el mal parido buscaba problemas, sin duda, porque no era el guardia de seguridad ni el acomodador ni nadie, sólo un espectador que, con entrada en mano, aseguraba que yo le estaba ocupando el asiento. Me dijo que tenía fila diecinueve butaca trece y, al ver mi rostro –que no era mi rostro- con un semblante pasivo o displicente como diciendo “de aquí no me mueve nadie", puso su ticket a pocos centímetros de mi nariz. Y aunque tampoco era mi nariz, me molestó mucho, yo diría muchísimo, y ese estallido de bronca me eyectó del asiento –que en teoría no era el mío- y hecho una furia le tiré el primer trompazo de la tarde, pero no eran mis brazos, ¡maldita suerte!, y por eso no calculaba bien las distancias ni la potencia de mis golpes inoperantes que acababan marchitándose antes de llegar a destino, y en cambio los ataques de mi enemigo me alcanzaban, ¡vaya si lo hacían!, y estallaban certeros en mi cuello, mis orejas, hasta que uno me dio en la sien, todo se puso borroso, al final negro, y caí dormido antes de escupir mi último insulto en jerigonza.

     Cuando desperté, ella estaba a mi lado, escrutándome tierna y rascándome la espalda con suavidad, porque sabía que me encantaba. Me di cuenta que volvía a ser yo mismo. Me dejé mimar, pero adentro mío sabía que estaba librando una lucha que la impaciencia me iba a ganar enseguida, y lo hizo. Yo asumí con caballerosidad la derrota y me incorporé del colchón resignando el compilado de caricias. No me costó nada espabilarme y no atiné a otra cosa que a contarle a mi chica la pesadilla que había tenido. No había relatado ni la cuarta parte de la historia cuando me vi interrumpido y volví a abrir bien grande los ojos, que ya eran los míos, cuando escuché a mi mujer decirme:

     -Ese no fue tu sueño, fue lo que soñé yo y te lo acabo de contar hace unos minutos.

     Podría interpretar que todo se trataba de otra de las bromas pesadas que la vida tenía reservadas para mí, pero hay una pequeña –o más bien gigante- cuestión que acabo de descubrir ahora. Sí, recién ahora, ¡bendito sea!, justo en este momento lo veo claro por primera vez en esta confusión mayúscula: no soy yo el que está escribiendo esto. Parece ridículo, lo reconozco, pero no sé de qué se sorprenden. ¿Acaso creen que son ustedes los que están leyendo?




Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Ahá el viejo truco del sueño pero con unas vueltas mas de tuerca. Muy prolijo.

Martin
Anónimo ha dicho que…
Interesante. Hay recursos de Cortazar. los sueños pueden confundirnos, aunque a veces lo hace mas la realidad irremediable de la que no se puede despertar.
CW
Cristian Perfumo ha dicho que…
A mí también me pasa que cuando tiro piñas en los sueños llegan sin fuerza. ¿Por qué será?
Anónimo ha dicho que…
No sé qué decir sino que me ha gustado... me ha mantenido el interés a lo largo de la lectura y me ha transmitido angustia al final...

Maricarmen
Anónimo ha dicho que…
Muy imaginativo Javi, me llevó a hacer una relación con la Matrix, jaja, estaremos vivos?
Mari

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