En la guerra, no existen grises
por Javier Debarnot Antes de que una flecha se le enterrara en el omóplato, el mensajero sólo había cometido el pecado de cumplir a rajatabla con su misión, la de comunicarle al rey enemigo que el Príncipe Negro, es decir el mismísimo Eduardo de Woodstock, le declaraba la guerra sin más preámbulos ni miramientos. Juan II se había tomado el asunto tan a pecho que, como respuesta más que elocuente, había decidido matar por la espalda al enviado apenas éste hubo recorrido los escasos metros que separaban el puente del castillo de la torre de vigilancia. Y de ese modo, con esa acción fuera de toda honorabilidad y códigos, así fue como se desató en 1356 la cruel Batalla de Poitiers. La primera línea de ataque del ejército de Juan II, amo y señor de Francia, salió con ese ímpetu y ese brío que luego empieza a decaer. Hordas de guerreros rasos blandiendo espadas oxidadas y escudos enclenques dieron un paso doble hacia el lugar de la batalla, ensordeciéndose ellos mismos con sus gr