No te excedas con las copas


por Javier Debarnot

      Recibir un amigo que viene desde el otro lado del charco es siempre un motivo de inmensa alegría. Los primeros minutos son un torbellino de anécdotas de allí y de acá, frases desordenadas y risa fácil celebrando el reencuentro. Ayer, una vez agotada la emoción de habernos visto con Nacho, de repente él se acordó de que tenía algo para darme.

      -No sabés, Javi, me encontré con Alejo y mirá lo que te manda – me soltó mientras me pasaba un pequeño bulto extraído de un bolsillo lateral de su mochila. Sonreí pensando en aquel viejo amigo de la facultad e imaginé que me estaba obsequiando ese trofeo que habíamos ganado juntos en un concurso de creatividad. Pero cuando tuve el paquete entre mis dedos, lo sopesé y reaccioné. Primero: era demasiado pesado como para tratarse de una diminuta copa de metal; segundo: Nacho no tenía ninguna relación con mis compañeros de la carrera de Publicidad; y tercero y garrafal: ahí caí que yo conocía a otro Alejo que era quien me estaba retornando algo mío. Juro que se me heló la sangre cuando supe que ese objeto volvía a mis manos, después de trece años y habiendo cruzado todo un océano.

      Corría 1996 cuando los sábados por la noche empezaron a volvérsenos monótonos, a Nacho, Gastón, Emilio, Marcelo y a mí. Los viernes salíamos a bailar y para evitar repetir el mismo programa al día siguiente nos vimos en la necesidad de buscar otras alternativas de ocio. Entonces se volvieron furor las partidas de tute cabrero por unos pocos billetes, pero para no acabar saturados también de los naipes, fuimos por una tercera opción. Ni nos imaginábamos lo mal que iba a salirnos, de lo contrario hubiéramos elegido seguir emborrachándonos cada sábado para ir al boliche de siempre. Pero nadie tiene el domingo el diario del lunes, claro.

      Nacho y Gastón conocían de la facultad de económicas a un tal Alejo, que por supuesto cayó bien en el resto del grupo. Era un tipo extremadamente tímido pero agradable, siempre portando una sonrisa y charlas interesantes. Fue en una de éstas cuando nos enteramos que practicaba seguido “el juego de la copa”. Nosotros cinco lo habíamos intentado un puñado de veces en el pasado, siempre con el fracaso total como resultado. Preparábamos todo, pegábamos las letras a una mesa e incluso llegamos a encender alguna vela para aportarle misticismo a la cosa, pero nunca pasaba ni fu ni fa. La copa ni se mosqueaba y nuestras risas primero y resignación después iban entrando a escena hasta desvanecer el clima por completo.

      Parecía ser que Alejo se tomaba la cuestión bastante en serio y, una vez salido el tema, se ofreció para acompañarnos en un enésimo intento de mover la copa. Estábamos en casa de Nacho cuando ocurrió el milagro: se movía, claramente se deslizaba hacia cada letra y encima formando palabras lógicas en idioma castellano. Como se supone que para que funcione no puede haber más de cuatro o cinco dedos sobre la base de la copa, al principio quedamos un par afuera, sólo mirando. Y creíamos que el resto la movilizaba adrede para asustar a los que rodeaban la mesa en actitud meramente pasiva. La paranoia se hizo trizas enseguida, porque cada uno de los cinco se fue incorporando al juego y todos sentimos, por primera vez, que algo estaba pasando.

      Repetimos el rito varias veces, siempre con Alejo como maestro de ceremonias. Y nunca más la copa quedaría estancada en el centro. Sentimos que fue como cuando de niños aprendíamos a andar en bicicleta, que una vez logrado el éxito no hay vuelta atrás y es un conocimiento que queda para toda la vida. Así fue con este juego que para muchos era impracticable, por imposibilidad de que les funcione o por temor a las consecuencias. Nosotros en ningún momento nos pusimos a pensar en eso. Yo personalmente no me lo tomé muy en serio, sino apenas como un juego en el que había que respetar las reglas: preguntar siempre quién era el espíritu invocado, indagar con respeto sin inmiscuirse en cuestiones escabrosas y, sobretodo, nunca jamás abandonar el juego sin despedirse. Ese era el abecé que Alejo nos dejó como legado y siempre, casi siempre, intentábamos seguir al pie de la copa.

      La noche que lo hicimos sin la presencia del “maestro” nos sirvió para desterrar las sospechas de que sólo funcionaba porque estaba él. Comprobamos que aún sin Alejo, nosotros nos movíamos a las anchas del juego con idénticos y efectivos resultados, la misma fluidez en el desplazamiento de la copa y la exactitud en cada respuesta. Es importante aclarar que siempre nos mantuvimos en una misma línea de preguntas no demasiado comprometidas. En todos existía el temor a querer saber, por ejemplo, cuánto le quedaba de vida a tal o cual o algo trascendental por el estilo. Éramos felices preguntando quién iba a salir campeón del torneo Clausura. Y llegábamos a la conclusión de que el invocado no entendía nada de fútbol cuando nos hacía escribir Banfield.

      Esa misma noche también hubo un hecho fundamental desembocado por la ausencia de Alejo. Él era quien siempre nos proveía del elemento clave, y al no estar, yo mismo aporté una nueva copa. La birlé del mueble donde mis padres guardaban las bebidas alcohólicas, y se trataba de un pequeño vaso de vidrio macizo de no más de diez centímetros de altura, con líneas verticales que le daban una textura desde la base hasta la abertura. ¿Cuál fue su rendimiento en la mesa? Óptimo al punto de quedar a partir de esa velada como la copa oficial hasta la madrugada fatídica.

      Pasaron varios meses a pleno apogeo en el arte de invocar almas ajenas. Insisto en que no creo del todo en eso, creo en Dios y soy conciente de que existe algo más allá de la muerte, pero no me cabe que aquellos espíritus errantes gasten su tiempo participando de un juego de adolescentes aburridos, porque deben tener menesteres mucho más importantes. Ese era mi pensamiento y me obligaba a buscar otra explicación por la cual se movía la copa, hasta que la hallé en apenas cinco palabras: el poder de la mente. Yo y varios más de los chicos creíamos que inconcientemente empujábamos la copa, que existía una cierta telepatía en nuestros cerebros que motivaba que todos actuáramos de forma similar yendo hasta la letra que pedía la lógica de ese momento. Para corroborar la teoría, una noche decidimos hacerlo con los ojos cerrados, es decir, no ver el abecedario que rodeaba en forma aleatoria la copa. Se puede decir que cobró más fuerza que nunca el enunciado del poder de la mente, porque ante la pregunta de “a qué te dedicabas” formulada sin que podamos ver las letras -salvo Marcelo que tenía que comprobar la respuesta-, la copa contestó “srdjan”, que no resultaba ninguna palabra lógica a no ser que estuviera hablando en serbio o algo por el estilo.

      Igualmente, aún convencidos de que el movimiento del vaso de mis padres se producía por una acción provocada inconcientemente por nosotros, se nos fue haciendo un vicio incurable. Y tan amos del juego nos sentíamos que llegó incluso el momento en que podíamos descartar casi todos los elementos manteniendo la misma efectividad. No necesitábamos noche, ni mesa, ni letras, ni estar sentados sin las piernas cruzadas. No requeríamos ni siquiera de la copa. Usábamos un simple encendedor como reemplazo, poníamos nuestros dedos sobre él y especificábamos que el cenicero era el “sí” y el paquete de cigarrillos el “no”, más que nada Gastón y yo. En el lugar que fuera, usando como base el apoyabrazos de un sofá, preguntábamos cosas simples para que decidiera el espíritu con respuestas afirmativas o negativas. Es verdad que siempre existió la sospecha de que uno de los dos movía descaradamente el objeto. Aprovecho por si él está leyendo esto para aclararle que yo nunca lo hice, y deseo que no haya sido él el desubicado embaucador. Recuerdo un episodio crucial una tarde en lo de Nacho, cuando seguíamos por televisión unas elecciones en las que la actriz Pinky era candidata a intendente por el partido de La Matanza.

      -¿Pinky va a quedar elegida?- preguntamos con Gastón con nuestros índices sobre un pequeño mechero verde. La símil copa se movió hasta una caja de Camel y eso significaba que no. Minutos después Nacho hizo zapping y nos encontramos con la actriz brindando una conferencia de prensa en la que festejaba su victoria. Nos miramos desilusionados restándole credibilidad a nuestro bendito juego, pero increíblemente, media hora más tarde se dieron vuelta los resultados proclamando la definitiva derrota de Pinky en lo que sería uno de los papelones más grandes de los actos eleccionarios en Argentina. Gastón y yo lo festejamos y nos quedamos tranquilos, concientes de que por esa época la copa no nos fallaba casi nunca.

      Estábamos demasiado confiados y relajados con el juego, olvidando quizás aquel respeto inicial. Hubo un toque de atención una noche en casa de mis padres, cuando en pleno desarrollo tradicional, con la clásica copa, letras y cierta solemnidad, la luz se cortó de golpe justo en una pregunta comprometida. La novia de Emilio estaba junto a una ventana desde donde veía una soga vacía de las que se utilizan para tender ropa, sólo con una decena de broches enganchados. Ella jura que, de estar estos últimos absolutamente quietos, comenzaron a girar sobre sí mismos justo cuando se apagó todo. El chillido de los elementos de madera dando vueltas por la soga era notorio, debo reconocerlo, y más al ser concientes de que era una noche de verano sin que corriera una mínima gota de viento. Nos fuimos de casa buscando evadirnos del extraño acontecimiento. La principal afectada era de por sí de pocas palabras, aunque esa noche directamente perdió el habla por unas cuantas horas.

      El sábado de la desgracia casualmente fue la de la vuelta de Alejo al juego. Al día siguiente viajaba a Estados Unidos por varios meses y quería despedirse de nosotros. No había excusa mejor que hacer un último juego de la copa, pero como Dios manda y no como nosotros algunas veces lo habíamos desdibujado con encendedores y ceniceros. La cita era en casa de Emilio, que vivía con sus papás y con su hermana melliza Rocío. En aquella época ninguno de los de nuestro entorno podía resistir la tentación de vivir aquella sobrenatural experiencia y Rocío no iba a ser la excepción. El problema es que, además de ser una chica inocente y diáfana, era demasiado temerosa, no tanto como para no animarse a jugar, pero asustadiza al fin. Y parece ser que la copa capta el miedo, lo huele, y aparentemente no le gusta.

      Ya cuando invocamos al espíritu algo iba descarriado y nos dimos cuenta al preguntarle si era bueno o malo. Por primera vez en meses, nuestro visitante reconocía no ser un alma noble ni bondadosa, y aunque su respuesta nos encendió una alarma, seguimos. Estando Alejo en la mesa, era él quien llevaba la voz cantante y su seriedad y respeto eran tales que nunca se salteaba un paso. Lo siguiente era indagar para ver si el convocado conocía a alguno de los presentes. Todos temimos lo peor y parece que –repito- la copa olfatea el miedo.

      Una a una se fueron sucediendo las letras hasta formar la palabra “Rocío”. Yo la miraba de reojo porque estaba justo a mi lado y me preocupó su semblante cuando le brotó una lágrima que empezó a bajar por su mejilla. Supe que no iba a resistir por mucho tiempo pero el show debía continuar.

      -¿Querés dejarle algún mensaje a Rocío? – pronunció alto y claro Alejo. Lo que ocurrió después bien pudo haber sido el remate de una broma de mal gusto hacia la hermana de Emilio, pero perjuramos que no lo fue. Nuestros dedos temblorosos, incluido el de Rocío, fueron llevando compulsivamente la copa hasta la “m”, la “u”, la “e”, y como para que quedara bien claro, con idéntica velocidad y energía repetimos la palabra muerte un par de veces más. La verdad es que no podíamos detenernos y nos dejábamos llevar hasta que sucedió lo inevitable. Rocío quitó su índice apartando también los del resto, tomó la copa y, al grito desesperado de “¡basta!”, sin pensarlo la arrojó por un ventanal abierto a escasos metros de la mesa. Se hizo un silencio nervioso de dos segundos que parecieron siglos hasta que Alejo lo rompió.

      -¿Qué hacés, boluda?- le repetía con un rostro desencajado y desconocido para todos nosotros, porque su expresión hasta aquel instante siempre emanaba tranquilidad y paz. Evidentemente, lo que había hecho Rocío significaba para Alejo el peor de los pecados. No pasó menos de un minuto para que el maestro de ceremonias recogiera su abrigo y se marchara entre continuos alaridos. Ni se despidió de nosotros de lo turbado que estaba, aún sabiendo que pasaría mucho tiempo para volver a vernos porque su avión salía en pocas horas. Todos nos quedamos helados pero enseguida decidimos consolar a Rocío y cuestionarnos el insólito accionar de Alejo. Sólo después alguien, creo que Marcelo, atinó a asomarse por la ventana intentando seguir el rastro imaginario que había dejado la copa. No cabían dudas de que su aterrizaje había sido en un terreno perteneciente a una casa aledaña en construcción.

      Pocas veces volvimos a hablar de esa noche pero quedaron secuelas. Por fortuna, nada le sucedió a Rocío más allá de algunas aisladas pesadillas. Mis padres nunca se preguntaron por la copa que faltaba en su bar, pero yo sí me encargué varias veces de curiosear sobre el chalet que levantaron junto al departamento de Emilio. No puedo negar que a pesar de mi escepticismo por la verdadera seriedad del juego que practicábamos, saber que el instrumento para hacerlo había caído en ese sitio me perturbaba. Temía enterarme de que ocurriera alguna desgracia, porque nadie me hubiera quitado la culpa, a mí y a todos los que habíamos decidido experimentar con fuego. Gracias a Dios, a través de porteros y vecinos de la zona nunca llegaron a mis oídos malas noticias de esa casa. Al menos así fue durante los años en los que esporádicamente me ocupaba del tema hasta que lo olvidé por completo.

      A Alejo no lo volvimos a ver en años. Había partido a Norteamérica la misma mañana del incidente y, no siendo época de teléfonos móviles ni correos electrónicos, perdimos todo tipo de contacto hasta que Nacho, una semana antes de emprender el viaje que hoy lo había traído hasta Barcelona, se lo topó de casualidad en un recital de rock. Estando en 2009, sí pudieron intercambiar sus números de celular, quedaron en encontrarse otro día y fue entonces cuando Alejo le dio a Nacho la copa que ahora regresaba a mí. Cuando la desenvolví, además de las evidencias del paso del tiempo, hallé en ella una ostensible rajadura que, intuí, pudo haberse ocasionado con la caída. Me pregunté en voz alta cuándo había sido que Alejo la había recuperado, y la respuesta de Nacho iba a atarme varios cabos sueltos.

      -Fue a buscarla la misma noche que Rocío la tiró. Trepó por una empalizada y la encontró entre unos pastizales. No podía permitirse que quedara librada a la suerte, más que nada porque era un ser maligno el que había sido invocado. Esa fue la explicación que me dio. Está loco, ¿no?

-Bueno, entonces no pasó nada en la casa de al lado porque la copa sólo estuvo minutos ahí –agregué rememorando mi preocupación en aquellos años- ¿Y qué fue de la vida de Alejo todo este tiempo?

      No debí haber preguntado eso, porque hubiera preferido no saber de la innumerable cantidad de desgracias que sufrió a partir de esa noche. Supe que su viaje de estudios fue un verdadero martirio, que nunca se adaptó a California y que reprobó el Master con las peores notas, aunque había sido mucho peor lo que le ocurrió a su familia al haber sido atracada en su casa de fin de semana en Pilar. Años después de la frustrada excursión de estudios, el chico volvió a Argentina, se puso de novio y su enamorada fue atropellada por un taxista borracho quedando postrada en una cama de hospital por nueve meses. Como si no bastara, en 2001 Alejo fue una víctima más del Corralito y al no poder retirar la suficiente cantidad de dólares una deuda lo obligó a cerrar su negocio de imprenta. Con lo poco que había rescatado, invirtió en letras junto a un socio que acabó estafándolo, y su último estigma fue en octubre de 2007 cuando recibió una bala de goma que le rozó un pulmón, durante una marcha inicialmente pacífica contra la inseguridad que acabó en una refriega entre activistas de izquierda y policías con él en el medio, por supuesto.

      Mientras escribo, levanto la vista del teclado y veo la copa posada a la derecha de la mesa. No sé si Alejo me la mandó de vuelta como para decirme “ya sufrí demasiado, ahora te toca a vos” o él cree que sencillamente tiene que regresar a su dueño original. Detrás de mí hay otra ventana abierta, admito que evalúo la posibilidad de darle un nuevo vuelo furtivo, pero temo que me la encuentre otra vez quién sabe cuándo y en qué manos. En este momento sigue aquí y ya se me ocurrirá qué destino darle. O no.

      Por las dudas, les pido a mis lectores que se fijen de vez en cuando si escribí algún nuevo cuento. Si pasa más tiempo del habitual y continúa estando este testimonio como mi obra final, les ruego averigüen con las personas más cercanas a mí por mi paradero, o por mi salud, o por mi vida. Y si me ha sucedido algo extraño, pueden servirse de estas líneas para intentar explicar lo inexplicable.


Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Que historia Javiii!
Me dá escalofrío!...
Genera mucha curiosidad que destino le darás a esa copa.
Muy buen relato.

Besote!
Claudina
Anónimo ha dicho que…
No te preocupes Javi, la verdad es que yo tuve un poco de mala suerte.

Alejo.
Hermanos Bladimir ha dicho que…
Historia totalmente escalofriante.
Me deja con muy pocas palabras.

Si la copa te volvió a vos, debe ser porque ya hizo lo que tenía que hacer. El círculo se cierra finalmente.

Desde acá, te deseamos lo mejor.
Un gran, pero Gran abrazo Bladimiro.
Cristian Perfumo ha dicho que…
Leí todos los relatos de este blog y creo que éste es sin duda el mejor de todos hasta ahora. Espero que puedas superarlo, aunque no va a ser tarea fácil.

La próxima vez que vaya a tu casa, miraré bien la copa que me das para brindar :)
Anónimo ha dicho que…
Ja
Muy buena!
Lo lei de un tirón!
Lo de Pinky fue verdad??
Lo de Rocio, si!!no?
Abrazo
mazlov ha dicho que…
Joder! Da miedo de verdad! Nunca me animé a jugar la copa :)
Anónimo ha dicho que…
Muy buena historia Javi, coincido con Chapi, una de las mejores
Groso Ale !!! que sera de su vida?

Abrazo
Nacho... jaja
Trini ha dicho que…
Yo que pensaba que la historia iba de "Si bebes, no conduzcas" y resulta que va de espíritus. Me ha enganchado! aunque yo soy la típica a la que las historias de miedo le dan mucho miedo :)
Claris ha dicho que…
De momento te veo por aquí, así que lo más probable es que la maldita copa haya perdido sus poderes al traspasar el Atlántico. ¿Será una boluda sólo en Argentina?
Anónimo ha dicho que…
Javi, tengo los pelillos del brazo de punta, qué miedo... !!! me encanta el giro de retorno de la copa, será porque le traspasa el mal o será porque realmente si vuelve a su dueño... el maligno no tendrá poder???
guay, Javi, en serio que eres el nuevo "Agatha Christie"
Olga
Anónimo ha dicho que…
Genio hermanito!!!
Se me puso la piel de gallina y me lo creí de pies a cabeza.
Menos mal que me aclaraste que algunas cosas no pasaron, jaja!
Un abrazote!
Mari

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