Dame aire

por Javier Debarnot


     “Te necesito más que al aire que respiro”. Qué estupidez. Las propias palabras que Óscar le había escrito a una novia en 1996, o sea veinte años atrás, le parecen además de cursis un disparate escrito a destiempo. Hoy, él y gran parte de la humanidad saben muy bien que nada puede valorarse tanto como el oxígeno que respiramos, o más bien que casi ni podemos respirar. Y por eso en 2016 estamos viviendo la cruel disyuntiva de atrincherarnos en modernas cuevas urbanas para evitar el contacto con el aire, o morir.



     Morir rápido y con dolor, con un estertor que estremece a quien pueda oírlo, esa es la última moda en el catálogo de epidemias mortales de la humanidad y nos azota sin piedad desde hace varios meses en todas las grandes ciudades. El veloz deceso es ocasionado por una infección mortal que quema la garganta y arrasa con todos los caminos que conducen a los pulmones, destruyéndolos sin más, y todo por obra y gracia de una contaminación que se ha enquistado en cada molécula de oxígeno de la tierra, como señal de un maleficio que muy pocos vieron venir porque otros pocos se ocuparon de barrer debajo de la alfombra. Por dinero. Por codicia. Por el asco que viene incluido de fábrica en la simple esencia del ser humano, no en la de todos, pero sí los suficientes como para poner en jaque el futuro de la raza que hoy por fin aprendió que respirar no es gratis, sino mortal.

     Óscar está ahora mismo refugiado en un cuartucho donde, de pura casualidad, encontró esa carta devuelta por su ex novia mientras buscaba un dibujo de su hijo Alex. Es su cumpleaños, hoy, 23 de octubre de 2016, o dicho más correctamente, 23-O del año 2 D.D.A. (Después de la Destrucción del Aire). Desde que se separó de la madre del niño, poco favorecido por una nueva ley que suele otorgarle el noventa por ciento de la custodia a la mujer, Óscar apenas ve a Alex una decena de veces al año, complicándosele la situación por su desempleo crónico y por el pequeño detalle de que viven en diferentes puntas de la ciudad, y en medio de ellos hay un mundo enorme, hostil, y para colmo irrespirable. Pero está decidido a hacerle llegar su regalo como sea, y estaría dispuesto incluso a cavar un túnel para llegar a abrazarlo, aunque para ello tendría que haber empezado antes.

     El gran negocio en este nuevo mundo es la aislación. En esta época reluce como el oro todo aquello que sirva para proteger al ser humano del aire contaminado, destacándose unos paneles de fibra de cristal ultra-fuerte que impiden el paso del oxígeno asesino de afuera hacia adentro. Las empresas que lideran este mercado son, vaya casualidad, las mismas que décadas atrás explotaron el petróleo hasta que el medio ambiente dijo basta y voló en mil pedazos. Óscar sabe que los que antes nos vendieron el veneno ahora son los que nos acercan el antídoto en cómodas cuotas.

     Todos lo tienen claro hoy, que los multimillonarios siguen siendo los detestables personajes de siempre que disfrutan jugando con nosotros como marionetas de trapo. Pero el daño ya está hecho. Muchos recuerdan diversas advertencias o alarmas, por ejemplo en 2013, cuando en Barcelona subieron los índices de contaminación al límite, como manos apretando y aprisionando nuestros cuellos, ahogándonos, pero nadie, ni nosotros mismos, hizo nada para quitárnoslas de encima. Los medios de comunicación pasaron a ser, como a lo largo de casi toda su historia, medios de incomunicación una vez que recibieron los generosos sobres de las grandes corporaciones. ¿A quién iba a convenirle que las automotrices o las petroleras tuvieran que pisar el freno o al menos aflojar el pie del acelerador en esa autopista que iban recorriendo, frenéticamente y sin dejar de llenarse los bolsillos, hacia el “no va más” del mundo tal como lo conocíamos? No a ellos. No a los inescrupulosos que priorizan sumar un mísero billete más antes que cuidar cien vidas, y aun así duermen de noche sin que nada afecte a su alma, aunque más no sea por carecer de ella o porque la han vendido a un mejor postor que ni siquiera es el diablo.

     Antes de salir a la calle, Óscar se calza la máscara protectora con el filtro indicado para poder inspirar y sorber sólo la parte del aire no contaminada. No hay otra manera de estar en el exterior, salvo que uno tenga tendencias suicidas. A pesar de que la ciudad a la intemperie parece un desierto, Óscar tiene la extraña sensación de estar siendo observado, pero sin ganas ni tiempo para distraerse, lo único que le importa es entregarle a su hijo el sobre que lleva en un bolsillo interior de su abrigo. Es un tesoro preciado, tan minúsculo en tamaño como gigante en importancia: un puñado de semillas de cilandro. Las plantas son el gran remedio para curar el azote de la contaminación, pero el problema es que han arrasado con casi todas. Afuera es casi imposible encontrar un trozo de verde, y en cambio la gente las quiere para sus hogares. El tráfico de semillas está a la orden del día y Óscar pudo hacerse con unas gracias a unas maniobras y contactos clandestinos. Qué importa de dónde las saqué, le había dicho a un amigo, la cuestión es que Alex pueda tener su pulmón artificial. Y me importa tres carajos lo que piense la madre, repite ahora en voz baja mientras espera el tranvía eléctrico.

     Cuando se trata de intentar tomar un transporte público, la soledad se esfuma de repente y aparece una pequeña multitud, sea el lugar que sea. Óscar maldice porque las treinta y pico de personas que están en la parada incluyéndolo a él seguramente viajarán como sardinas. Aunque no tiene mucho margen para maldecir por su suerte, ya que la indignación se le vuelve asombro y después odio al irrumpir por una calle lateral un vehículo que, a toda velocidad, pasa por delante de todos incluso despeinando a una chica de largos cabellos.

     -¿Pero qué hace esa basura? –dice uno viendo cómo se aleja echando humo.

     El que está junto a Óscar no puede evitarlo y se arranca por unos segundos la máscara, sólo los suficientes para descargar con toda la fuerza de sus vulnerables pulmones el grito de “hijo de mil puta”. El conductor no lo escucha y tampoco le importaría hacerlo. Está cometiendo una grave infracción porque los coches a combustible están prohibidos desde 2015, o desde el 1 D.D.A., aunque sigue habiendo algunos autos que no han sido desmantelados y gente sin conciencia consigue gasolina en el tráfico negro y continúa conduciéndolos entre las sombras para llegar más rápido. La vida de los otros, para ellos vale tan poco como la suya, en la que se mueven en cuanto pueden sobre cuatro ruedas y un tubo de escape que envicia mucho más la naturaleza del aire.

     El muchacho que acaba de descargar su catarata de insultos no sabe que, por la osadía de quitarse durante cinco segundos la máscara, le tocará morir en pocas semanas, una vez que la invasión de partículas tóxicas de la que acaba de ser víctima se refriegue y se mezcle entre sus órganos vitales. Pero ajenos al futuro cercano, el chico y Óscar se meten en el tranvía y se acomodan como pueden, quedando entre muchas personas que se apretujan cara a cara. O máscara a máscara.

     Al bajar, Óscar sabe que le queda un largo tramo. Empieza su caminata y se da cuenta de que con sus pisadas sigue arrastrando la percepción de que alguien lo vigila. Ahora sí que se preocupa y no logra apartarse de esas manías persecutorias. Pero antes de que la paranoia pueda ponerse al mando de su cuerpo, alguien desde atrás le pone un caño frío en la espalda. Lo que tengas, hermano, dame lo que tengas. La exigencia de un amigo de lo ajeno suena nítida en los oídos de Óscar, que le aclara sorprendido que no posee nada de valor, a lo que el otro le aprieta más fuerte el revólver contra su abrigo y le responde que lo vio en el tranvía tocándose un bolsillo más de una vez.

     Óscar sabe que se refiere al paquete para su hijo, y que es probable que tampoco le interese mucho al ladrón, y entonces lo saca, le explica qué es, y no puede creer la reacción que genera en el otro.

     -Tanta historia por unas semillas de mierda –le escupe el descarado delincuente al tiempo que se las arranca de las manos, abre rápido el sobre de polietileno y las deja caer, desparramándose las semillas en el aire y quedando a la merced de un viento que las hace volar en diferentes direcciones. La respuesta de Óscar, teniendo en cuenta que el ladrón tiene en su poder un arma, es desmedida e inconsciente. Le da igual. Acumula toda la impotencia en su mano y la suelta en forma de eléctrico puñetazo directo al estómago, que dobla en dos a su enemigo, que primero se revuelve de dolor y enseguida contraataca. El maleante podría dispararle y acabar con todo, porque el revólver sigue entre sus dedos, pero opta por algo mucho más cobarde y asesino: le arranca la máscara y, llevándosela consigo, huye despavorido.

     La primera respuesta de Óscar, a puro instinto, es taparse la boca y la nariz. Y sabe que debe calmarse. No alcanzaría al ladrón con la ventaja que éste le lleva, y menos estando a cara descubierta. Necesita controlar el poco aire que le queda. Evaluando alternativas, se da cuenta de que no podrá aguantar a la intemperie los veinte minutos que restan para que vuelva a pasar el tranvía, así que camina al sitio cerrado que más cerca se divisa. Es una casilla abandonada que ni siquiera tiene las puertas y ventanas bien selladas, pero Óscar no puede pensárselo ni media vez porque es la única opción que le queda para protegerse. Se desploma allí, y como sus pulmones ya están vacíos, no le queda otra que atrapar una nueva bocanada de aire, ese aire que está podrido y que –Óscar lo sabe- lo aniquilará en menos de media hora de no mediar un milagro. Derrumbado en un rincón oscuro de ese refugio que supone será su última morada, se resigna a una muerte lenta y segura, solitaria, triste. Del mundo que probablemente dejará en minutos, Óscar sólo valora a su pequeño Alex, a quien define quizás como el único que asimismo lo quiere a él. Inspira y expira ya sin preocupaciones, y se reconoce más que nunca como un pobre diablo, o un pez arrancado del agua que boquea cada vez más lento, con espasmos de vida en un cuerpo mortecino, mientras va consumiéndose por dentro sin que nadie lo vea ni le importe.

     A millones de años luz de allí, alguien que no es su hijo Alex vive pendiente de Óscar. A través de infinidad de cámaras, hace rato que lo está espiando y lo hace con paciencia y dedicación, escrutándolo como si fuera un minúsculo insecto en la bandeja de un microscopio. Es Aterya, la observadora fiel, habitante del planeta Zoryus ubicado en una galaxia lejana. Su civilización avanzada controla, además de a la Tierra, a todo el sistema Solar y a otros cientos de sistemas lindantes a la vía láctea. Cada habitante de Zoryus tiene como hobby fisgonear en la vida de algún habitante de los miles de planetas que están a la merced de Silveryum, su padre y el rey. Aterya sabe que puede decirle a él que restaure el aire puro en el mundo de Óscar y que sería una orden hecha efectiva en cuestión de micro-minutos, que es la medida de tiempo que ellos utilizan. También podría pedirle a Silveryum que pulse un botón y acabe con la Tierra con la misma facilidad que tiene un niño para pisar y destruir un hormiguero. Decida lo que decida, y teniendo en cuenta el contexto desde donde Aterya analiza la civilización terrestre, no existen dudas de que Óscar y los otros miles de millones de humanos no tienen más valor que una simple plaga de cucarachas.





Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Apocalíptico, nos hacemos cargo?
En este caso prefería un final feliz.

Martín.
Anónimo ha dicho que…
Me faltan zombis javi,para redondear este apocalipsis,y que el espanyol gane la champios,luego nos podemos ir todos a tomar por......
Anónimo ha dicho que…
Dejar morir a un habitante o destruir a todos los habitantes... el dilema en el fondo no cambia mucho pues está muy bien conseguido el ambiente de almas muertas en vida.
En fin. Lo que se hace por un hijo... jejejé!!!

Feliz 2014! y que los dioses nos sean favorables!!!
A ver si Zoryus, se apiada de los humanos ;-)

Mari Carmen
Anónimo ha dicho que…
Triste pero muy real. Si seguimos siendo tan necios, si no tomamos conciencia, este cuento no estará lejos de nuestro futuro. De fantasía no tiene mucho, porque hacia allí vamos con todo el daño que hacemos!
La última parte tiene un toque de mística no? Parece ser que "estamos a la vera de Dios" ... pero con fé, tiene un final feliz, porque él, quien sería esa tal "Aterya", o algún habitante de Zoryus, siempre está pendiente de nuestro bien, y no nos abandona!
Buenísimo Javi, seguí escribiendo en esta línea, que es la que más atrapa!
Mari

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