Un carancho en la frontera

por Javier Debarnot



Cuando Juan Alberto volvía a su chalet en San Justo, todavía le daba vueltas a la pregunta de su superior que le había hecho levantar la mano más rápido que sus compañeros de Gendarmería y ofrecerse. “¿Quién tiene las pelotas para tirarse encima de un coche?”. Y Juan las tenía, o al menos eso le hizo creer a los demás.

¿Pero en verdad las tenía? Se suponía que el vehículo iba a ir a paso de hombre, porque esa era la modalidad de la protesta que venían haciendo unos manifestantes para reclamar contra el despido de unos compañeros: ir por la autopista a una velocidad insoportablemente lenta con la intención de entorpecer la circulación, atascarla, y hacer ruido.

-¿Y si el coche acelera de golpe? –su mujer intentaba hacerlo entrar en razones.

-¿Qué podría pasarme?

-No sé, ¿quedar paralítico de por vida?

De los nervios, el gendarme sorbió tan rápido el mate que se acabó quemando la garganta. Aunque tuvo la entereza de no insultar al aire ni a la vida, la preocupación le quedó bien adentro, absorbida e hirviendo. Y no habían pasado ni dos minutos cuando entró su pequeño hijo a recordarle que el sábado tenían el partido de chicos contra grandes. ¿Y si no podía ir porque estaba con un par de muletas?

Era definitivo: el susto se le empezó a meter en sus cien kilos a Juan y, siempre para adentro, no pudo evitar maldecir por haberse candidateado a ese acto de literal arrojo. Soy un comandante, carajo, ¿quién me manda a querer sumar porotos de esta forma? El problema era que, evidentemente, las órdenes las recibía de muy arriba, desde donde querían demostrar poder a toda costa, que advirtieran los “rebeldes” que el que quisiera manifestarse podría hacerlo, pero con terribles y violentas consecuencias.

El elegido se echó a lo que esperó que fuera una reparadora siesta, pero a la media hora le fue interrumpida por una llamada desde el destacamento. Mientras conducía a su trabajo pasadas las ocho de la noche, Juan pensó que quizás darían marcha atrás con la arriesgada jugada, o que habrían elegido a otro conejillo de indias. Lo que sea. Pero todas las esperanzas se le vinieron abajo cuando un superior lo condujo hasta el gimnasio donde habían acabado de entrenar los cadetes aspirantes a gendarmes, y le señaló unas colchonetas que estaban una sobre la otra contra un rincón.

Querían que el comandante practicara la forma en que se arrojaría contra el coche y, sobre todo, cómo caería luego de impactar contra el mismo. Juan no estaba para esos trotes y ensayó unas aparatosas vueltas carnero que no convencieron al improvisado instructor.

-Tenés que exagerarlo más, Juan, hacé como Robben.

-¿Robben?

-Sí, boludo, el pelado de Holanda, ¿no viste como simula el hijo de puta?

Cerca de las diez, el gendarme ya estaba de vuelta en su casa. Las prácticas lo habían hecho sudar como un soldado principiante, no tanto por el despliegue físico sino por la vergüenza de haber estado revolcándose ante la mirada de unos cabos rezagados que no disimularon algunas risas lejanas. Juan Alberto se duchó y después de una rápida cena encaró a su mujer en la habitación y le hizo el amor para quitarse las tensiones. Su compañera gritó extasiada al llegar al clímax y él se sintió aquella noche como el macho alfa de la manada, desconociendo que ella en realidad había hecho lo mismo que Juan debería hacer la tarde siguiente: fingir.

El día de la farsa intentó que transcurriera con normalidad, pero no podía dejar de vivir una y otra vez los probables escenarios, ni espantar los fantasmas de un futuro como gendarme retirado y con una pensión por invalidez. Faltando muy poco para la hora señalada, volvieron a convocarlo para hablar del tema, y él se ilusionó de nuevo con la posibilidad de que lo libraran de aquel tormento.

-Juan, ¿alguna vez viajaste en un crucero por Europa?

Nada de vuelta atrás, sólo querían pactar la recompensa, la cual se finiquitó con las dos semanas extras de vacaciones por el Mediterráneo y, por supuesto, un generoso aumento de sueldo para toda la cosecha. Juan agradeció el gesto y salió a almorzar, consciente de que después tendría que partir con sus compañeros para sumarse al operativo y plasmar el simulacro de accidente. Pudo desahogar sus nervios y temores con su mejor amigo en la Gendarmería, que ante sus pesares le ofreció una pastilla.

-Esto te va a tranquilizar. Y no te olvides de apuntarle con el codo al parabrisas, para matar dos pájaros de un tiro. Amortiguás y rompés.

Desde que Juan se metió el comprimido en la garganta, el tiempo se le desdibujó y se le fue escurriendo de forma extraña, como si él mismo no fuera quien dirigiera sus propias acciones. Vino el coche que un compañero le señaló como “el blanco elegido” y hacia allí fue, con el convencimiento de que hacía lo correcto y con los temores y escrúpulos dejados a un lado de la autopista.

Aún bajo los efectos del tranquilizante, el gendarme se sintió satisfecho al ser felicitado por su superior, que le recordó cómplice que no dejara de recorrer una callecitas cercanas al Coliseo cuando desembarcara en Roma. Volvió a su casa algo aturdido pero victorioso, porque el conductor del coche elegido había sido apresado por el teórico atropello.

Los días de Juan transcurrieron monótonos durante las siguientes semanas, sin grandes novedades, hasta la mañana en la que todo explotó. Veinte años atrás, él se había hecho gendarme para, entre otras cosas, cumplir con ese compromiso tan vital y tan patriota de cuidar las fronteras de su país. Nunca se hubiera imaginado que, por obra y gracia del dios YouTube, él se encontraría en otra frontera, rodando hacia adelante y hacia atrás, atravesándola, para finalmente quedarse allí, del otro lado. Y no volver jamás de ella: la frontera del ridículo.

Y ya podía Juan Alberto seguir fantaseando con el aroma de los diferentes puertos europeos y los refrescantes gin-tonics en cubierta, pero nunca podría esquivar la sentencia irrefutable que lo acompañaría hasta el fin de sus días, aquella que confirmaba que su carrera como gendarme honorable e incorruptible de la nación había quedado más hundida que el mismísimo Titanic.



Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Qué buena recreación de la realidad, excelente Javi!
Es increíble lo que pasó con el gendarme, es vergonzoso, encima el tipo que iba en el auto es un compañero mío, del cuerpo de tránsito del gobierno de la ciudad, jaja! Igual uno con lo que se está viviendo ya no se escandaliza de nada, la película "carancho" lo muestra bien claro...
Me encanta cómo escribís Javi!
Abrazo grande!
Mari
Anónimo ha dicho que…
Ahh, pero era para una película... con razón ya estaba empezando a creer que estaba todo armado, que boludo soy. Grande Javi, grande Darín.

Martín
Anónimo ha dicho que…
Non-fiction. Sos un groso. Pero ojo que al principio le cambiás el nombre al protagonista, me pareció.

Ale
Anónimo ha dicho que…
menos mal que nadie resultó herido, porque 5km/hora!! ojo ehh que yo se de uno que lo atropelló una tortuga que iba a 7km/hora!... solo dos palabras para la parodia; "¡que pelotudos!"
CW
Cristian Perfumo ha dicho que…
Si está basado en un hecho real, me falta contexto para entenderlo :( Desventajas de vivir en un yogur.
Abrazo, amigo!
Anónimo ha dicho que…
Informándome “del contexto” me parece muy bien conseguido; la angustia del comienzo que se le percibe creciente, la búsqueda de una solución en la forma de la inconsciencia-evitación mediante la droga, y el desenlace de pobre diablo, son los pasos que atraviesa un Cobarde ante las disyuntivas de la vida...

Me gustó por englobar el contexto histórico-social y el componente psicológico!!!

Mari Carmen

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