Vida de perros

por Javier Debarnot

El suelo de por sí estaba helado, pero era lo de menos para Evelyn entre la incertidumbre y el miedo que le provocaban dormir cada noche en la cocina. A pesar de todo aquello, la chica no se sobresaltó al sentir unos lengüetazos aún más fríos estampándose en sus pies descalzos. Se trataba de Ralph, el labrador de la familia, acercándole un hueso de pollo que apenas había tocado. En plena oscuridad, a Evelyn le brillaron los ojos de emoción por el generoso obsequio de la mascota. Ocurría que, en esa casa, al perro lo alimentaban mucho mejor que a ella.

Evelyn era empleada doméstica en el hogar de los Li, un matrimonio chino sin hijos afincado en un barrio céntrico de Hong-Kong. Oriunda de Filipinas, la joven era una de las tantas que huían de su tierra en búsqueda de unas migajas para sobrevivir, aunque más no sea estando lejos de sus seres queridos.

Había dejado a su marido enfermo y a dos hijos pequeños con la esperanza de encontrar en China un empleo que al menos les alcanzara para pagar la comida y los medicamentos. Enviando el dinero mes a mes, Evelyn podría sostener a los suyos. Eso era lo que hacían miles de filipinas que habían emigrado para hacer quehaceres domésticos a Hong Kong, y en teoría a la mayoría les funcionaba bien. En la práctica, era peor que un vía crucis.

Esa noche, mientras le extirpaba hasta el último trozo de grasa al hueso, Evelyn clavaba sus ojos negros medio rasgados en el amplio ventanal de la cocina que dejaba entrever el cielo estrellado de la ciudad, una mole gigante a la que había llegado ocho meses atrás. Con la mirada ausente, pensó que en esa misma cocina y apenas medio año antes había recibido la primera golpiza del honorable señor de la casa, y todo por poner un tenedor en sentido opuesto.

Mucho antes de escuchar a través del teléfono las primeras palabras de su hija menor, ya sus oídos se habían acostumbrado a los gritos furiosos de su ama en chino mandarín. Las instrucciones se las daban en inglés, pero las reprimendas y broncas le caían en el idioma local, porque de esa forma Evelyn ni se enteraba de lo que había hecho mal. Le pegaban casi por deporte, y pronto supo que gran parte de las filipinas en Hong Kong sufrían el mismo martirio por parte de sus empleadores.

La ley las había dejado desamparadas, en una especie de vacío legal que les permitía a sus patrones, que eran en realidad captores, tenerlas en un régimen que lindaba al de la esclavitud. No podían siquiera salir a la calle porque le echaban llave a la cerradura en las ocasiones en que las dejaban solas. Del sueldo miserable que le correspondía por estar las veinticuatro horas de los siete días de la semana, le quitaban tres cuartas partes que se quedaba la agencia de empleo que le había gestionado el puesto. Pero la desesperación era tal que seguían. Ellas bajaban la cabeza, apretaban los dientes y aguantaban la tormenta. Evelyn, como todas, soñaba con que algún día por fin pasara de largo el vendaval.

El hueso de pollo era historia y yacía en la basura donde muchas veces la chica rascaba en busca de restos. Sin poder conciliar el sueño, Evelyn empezó a ver pasar las horas hasta que todo empezó a aclararse, en el cielo y en su cabeza. Por fin tuvo la valentía para rescatar las preguntas que tanto tiempo habían estado ocultándose en el subsuelo de sus miedos y su autoestima: ¿qué demonios estaba haciendo allí? ¿Y qué tan poco se valoraba para estar teniendo una vida más desgraciada que la de un indefenso animal en cautiverio?

-Hazlo por tus hijos.

Cuando su voz interior le hizo sacar fuerzas para decidirse a recuperar a su familia, un acto reflejo llevó su mano hasta el cuello para tantear la cadenita de la que colgaban dos siluetas de niño representando a sus pequeños, y fue horrible la sensación de vacío que la embargó al notar que su única joya no estaba. Se la debían haber arrancado mientras dormía, algunas noches atrás.

Su decisión de escapar como sea se ahondó al percatarse del cobarde hurto. Pero antes de planear la huida, Evelyn quería recuperar el único recuerdo físico que tenía de sus hijos. Sin hacer el más mínimo ruido, se desplazó hasta la cómoda donde sabía que la mujer de la casa guardaba los collares, pulseras y otros accesorios. Abrió el cuarto cajón y la luz del amanecer se alió con ella y le permitió descubrir su cadenita de un primer vistazo. La apretó entre sus dedos y los ojos empezaban a humedecerse de sólo pensar en abrazarlos después de tanta desolación y tormentos. Una alarma la volvió a la tierra y a su infierno personal, otra vez lejos de ellos. El señor Li se levantaría en segundos.

Del sobresalto, Evelyn se tropezó con la pata de un sillón con tanta desgracia que chocaron la filosa madera del mueble con la separación del dedo pequeño de su pie con el de al lado. No pudo contener un sonido estridente de dolor y en pocos instantes se oyeron los quejidos de un hombre que iba hacia allí. El instinto de supervivencia condujo a la chica de vuelta a la cocina, su hábitat natural en ese frío hogar. Intentó cerrar para salvaguardarse pero el pie de su amo fue más rápido al interponerse entre el marco y la puerta. El chino la arrinconó mientras su mujer no estaba en la casa.

En su camino desde la habitación, el patrón había tenido tiempo de ver el cajón de las joyas abierto y agarrar un cinturón de cuero que colgaba de una silla. Mientras insultaba a su empleada en chino convencido de que había intentado robarles, descargaba el cinto contra su espalda como si su brazo fuera un martillo neumático. Bajo el enorme ventanal abierto, Evelyn estaba hecha un ovillo y sólo atinaba a cubrirse la cabeza porque el metal de la hebilla podía hacerle severo daño.

El señor Li no paraba, porque los gritos de su víctima no la amilanaban sino todo lo contrario. Y fue entonces cuando Evelyn, que apenas cinco minutos antes había decidido rehacer su vida, tuvo la certeza de que su fin estaba cerca porque el cobarde inhumano de su jefe parecía decidido a matarla a golpes. Entre latigazo y latigazo, pensó en sus hijos, acaso por última vez.

El salto fue perfecto, lo suficientemente alto como para impactar al golpeador en su cintura y desestabilizarlo. Ralph logró que su amo cayera por la ventana hacia una muerte casi segura al tratarse de un piso ocho, salvando a Evelyn de la peor golpiza que estaba recibiendo en sus veintisiete años. Dolorida y con algunos trozos de su espalda en carne viva, la filipina supo que no le quedaba mucho tiempo para huir antes de que gobernara el caos. El sonido de unas llaves atornillando una cerradura llegó desde lejos y volvió a ponerla en guardia, y allí fue cuando tomó un cuchillo, el más grande que vio sobre la mesada, y fue hacia la puerta de entrada acompañada por Ralph.



Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Buenísimo! Quiero la parte II!!! Tétrico y muy real, escalofriante, sobre todo porque uno sabe que es cierto... que indignación tanta injusticia y maldad en este mundo. Gracias a Dios la vida es un bumerang, y los últimos serán los primeros... sí, todavia creo en eso... es lo único que tiene el creyente para sobrevivir!
Mari
Anónimo ha dicho que…
Uy lo dejaste calentito, muy bueno...

Martín
Anónimo ha dicho que…
Este es el reverso del anterior.

Esta falsa cobarde demuestra su valentía oculta, expectante y deseosa de ser sacada a la luz.
Sólo a ella le faltaba verla; los demás ya lo sabíamos, que la tenía… Y Darwin ya decía que no existe la madre cobarde ;-)

Mari Carmen

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