A Costa Rica en Business

por Javier Debarnot

Cuando cuatro amigos de toda la vida logran ponerse de acuerdo en algo, el mundo pasa a ser un lugar mejor. Pero en ese mundo ideal, el nuestro, cabían todos menos uno: el rasta que nos había estafado y que queríamos cagar bien a trompadas. Y todo ocurrió una noche de Playa Negra, hace una pila de años en la exótica Costa Rica.

Cómo llegamos Nico, Gon, Pety y yo a querer linchar a un simpático personaje de la fauna local se podría explicar en cuatro líneas, pero puede ser más divertido si aplicamos unas pocas pero pintorescas pinceladas de contexto. Todo empezó, como tantas otras cosas que al final acaban mal, cuando intentamos conseguir hierba, se supone que de la buena.

Al no ser asiduos consumidores, mucho menos éramos buenos compradores de la sagrada hoja. De alguna manera, siempre nos llegaba algo de carambola y aprovechábamos, pero cuando teníamos que ir a conseguirla en rodeo ajeno, quedábamos más expuestos que un pésimo alumno en plena lección oral. No sabíamos ni cómo arrancar.

En nuestro periplo por Ticolandia, unas tierras de auténtica pura vida que nos cautivaron desde nuestro arribo a San José, antes del “incidente” nos habíamos visto sólo una vez con las ganas de conseguir algo para fumar. Había sido durante la estancia en Montezuma, mientras parábamos en una cabaña ubicada en primerísima línea de mar.

En aquella ocasión, después de una buena comida en el bar con más marcha de la zona, andábamos con ganas de degustar la flor nacional de Bob Marley. No podía ser que la máxima emoción de la noche haya sido cuando, en plena partida de metegol, se apagaron las luces y empezó a sonar Suavemente de Elvis Crespo que pintaba para canción del verano.

Yo me ofrecí como conejillo de indias para intentar dar con alguien que nos suministrara la hierba, y después de un par de preguntas en la barra y una pequeña espera, ya teníamos lo nuestro en una bolsita por una módica suma de colones. En esa noche, la de nuestro bautismo cannábico, se destacaron dos hechos: primero cuando Nico y yo estuvimos media hora armando los cigarrillos sobre una papelera llena de mierda sin darnos cuenta, y segundo cuando casi arruinamos el cassette que teníamos con música de moda –sin incluir Suavemente- al darle al Rec en lugar del Play. Visto en la perspectiva del tiempo, si no nos hubiéramos dado cuenta a los quince segundos del error, hoy tendríamos treinta minutos de una charla de cuatro fumones que sería más entretenida que este relato.

Antes del incidente con el rastafari, unas pocas noches atrás, íbamos en una carretera cuando divisamos el cuerpo de una vaca tumbado a un costado del camino. Pensamos que ya estaba muerta, pero supimos que en realidad estaba agonizante cuando dos hombres se acercaron a nuestra 4x4 alquilada, en plena oscuridad, para hacernos un pedido inquietante.

-¿Tienen una pistola?

Querían sacrificar al animal para que dejara de sufrir, y aunque nosotros hubiéramos deseado contestar “No, dejamos la pistola en casa junto con las granadas porque salimos rápido”, tuvimos que decir no y abandonar a la vaca a la merced de esos costarricenses desarmados pero no desalmados.

Una semana después, estábamos en un sitio de Cahuita cuya particularidad era que la arena era tan negra como el carbón: Playa Negra. Al principio impresionaba, pero una vez que nos acostumbramos nos pareció increíble. Malgastábamos una noche en un bar de la zona y ahí conocimos a un hombre que, sin serlo, tenía todos los rasgos de un jamaiquino: negro, con rastas, simpático y, cómo no, fumaba hierba y se ofreció a darnos un poco por unos mil colones. Esta cifra me la estoy inventando ahora, pero sí recuerdo que nos pedía el doble que en la anterior ocasión. Sin otro dealer a la vista que este Bob “tico”, accedimos a pesar de sus condiciones.

-Denme primero el dinero.

Aún con nuestra escasa experiencia, estábamos seguros de que la transacción solía ser algo simultáneo: pagás y te dan la bolsita feliz al mismo tiempo. Pero este rastafari se fumaba sus propias leyes. Ya con unas cuantas cervezas encima, pecamos de inocentes y le dimos todos esos colones, desoyendo los consejos de nuestro contador Nico que nos advirtió, riñonera vacía en mano, que nos estábamos yendo de presupuesto. El rasta desapareció con nuestro botín y nos dejó unas instrucciones simples y claras.

-Sigan a esos.

Esos eran tres hombres y una mujer, hablaban lo justo y se empezaron a alejar del bar, adentrándonos todos en un barrio desconocido de Playa Negra. No es que caminamos mucho, pero a la luz de las estrellas parecía ponerse “un poquito más denso” el panorama. Para trazar un paralelismo, al aparecer ante nuestros ojos unos monoblocks, sentimos que le geografía era una especie de Dock Sud costarricense.

Los muchachos, aquellos que en teoría nos iban a buscar la bolsita mágica, nos dijeron casi por señas que “esperáramos ahí” mientras se perdieron entre unos edificios. Al menos, en un gesto de conmovedora caballerosidad, nos dejaron en compañía de la dama. La chica no decía una palabra y el tiempo pasaba, y entre una broma y otra se hizo un cuarto de hora. Minuto más, minuto menos, nos cayó la ficha de que nos habían cagado. Teníamos a una mujer en el medio a la que habían usado de distracción, como para darnos una garantía que no valía de nada.

-Hablemos en lunfardo que ésta no caza una –dijo Nico.

-Ya junamos cómo es el yeite. Estos sotretas nos acostaron y nos dejaron a esta minuza de seña. Tomémonos el buque que acá parecemos unos pelandrunes. Ya fue.

Esbozando nuestra mejor sonrisa, le hicimos entender a la mujer que se podía ir tranquila. Nos hubiera encantado decirle “ok, tus amiguitos nos la hicieron comer doblada. Te salvaste de que somos cuatro pelotudos, porque si no te llevamos con nosotros hasta que aparezca lo nuestro”, pero no lo hicimos. Nos fuimos resignados, sin humo y sin colones otra vez al bar, y en el camino cada uno imaginó qué tipo de golpe le daría al rasta embaucador.

Al llegar, el personaje no estaba, aunque no se hizo esperar demasiado. Lo vimos aparecer al rato y salimos a su encuentro. Para nuestra fortuna, estaba solo. Éramos cuatro argentinos furiosos contra un flacucho esperpéntico que apenas tenía energía para sostener un porro entre sus dedos. Antes de golpearlo, o ver si nos atreveríamos a hacerlo, quisimos darle una oportunidad de explicarnos todo. Podíamos esperar cualquier excusa y hasta podría valernos alguna, pero no estábamos preparados para las palabras que salieron humeantes de su boca.

-Ustedes me deben mil colones, porque vine a buscarlos y no estaban. Me deben mil colones más.

Juro por el espíritu de Bob que nos decía eso, a los gritos, llamando la atención de todo el bar. Nosotros no sabíamos si reír o llorar y creo que optamos por lo primero. Y al final, por supuesto que no le pegamos ni le exigimos que nos devolviera la plata. Creo que, ahora que lo pienso y viendo cómo se había encendido, el negocio más redondo hubiera sido fumárnoslo a él.



Comentarios

Anónimo ha dicho que…
jaja excelente
Anónimo ha dicho que…
Soy yo Gon, estaba con cierta cuota de vanidad esperando aparecer en algún momento, pero el cuento es cortito y al pie, muy bien escrito, y muy entretenido. Siempre recuerdo un fogón en la playa al momento de increpar al rasta a quien recuerdo viejo negro y arrugado, recuerdo haberlo empujado cerca del fuego pero a esta altura me parece q es obra de mi imaginación. Abro grande.
Anónimo ha dicho que…
Cómo se aligeran las cosas en unas buenas y relajadas vacaciones! Muy bien por quitarle leña y que sirviese para hacer un insospechado y posterior relato!!!
Qué bien eso de unas buenas vacaciones…

Mari Carmen

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