Esto no tiene nombre

por Javier Debarnot

Además de una gran amistad, a Juan y a mí nos une una singular pasión que no es el fútbol. Que sí, que también nos encanta, pero esto es otra cosa, algo que cosechamos por lo bajo como un sello distintivo de nuestra forma de ver a los demás. Juan y yo, desde siempre, compartimos el insólito pasatiempo de poner apodos. A él, a ella y, si se descuidan, a ustedes y a sus madres.

Es probable que una parte de este vicio nos haya venido en los genes, porque no nacimos en Kuala Lumpur sino en la porteñísima Buenos Aires, que debe ser la ciudad del mundo donde poner apodos es el auténtico deporte nacional. Sólo basta con elegir tres ídolos argentinos al azar para comprobar que todos ellos tienen, como mínimo, un apodo que no podría separarse del nombre de pila, casi como si éste y el mote fueran hermanos siameses.

Juan es el único que hizo toda la secundaria conmigo, primera parte en un colegio y segunda en otra. La diversión a pleno empezó en la última etapa, cuando aterrizamos juntos en un colegio donde todos se conocían pero nadie nos junaba a nosotros. Se nos abría un campo enorme de potenciales víctimas a las que rápidamente etiquetábamos, ante el menor indicio que nos encendiera la mecha de la maldad.

En un principio, los apodos eran para consumo interno, es decir que sólo Juan y yo los entendíamos o usábamos. Pero era cuestión de tiempo para que los motes se generalizaran y, como por arte de magia, en pocas semanas todo el colegio había digerido y aprobado nuestra invención. Ahí nos sentíamos los reyes del alias y a los personajes bautizados les resultábamos simpáticos “jodones”, o nos querían ver muertos según la naturaleza del apodo.

Hubo un compañero al que ametrallamos a sobrenombres. El primero surgió de una canción de cancha que él mismo repetía una y otra vez por los pasillos del colegio. La ecuación fue sencilla: tomamos el trozo más característico de la letra y ese fue el puntapié inicial. Después lo simplificamos hasta que nos quedó un simple diminutivo que a él no le gustaba nada de nada, casi que nos ladraba al oírlo, hasta que una mañana, por los pasillos de arriba, un chico de tercero le dijo:

-¿Hacemos un partido, “papi”?

Juan y yo, desde un segundo plano, nos miramos y explotamos por el éxito garantizado del nuevo apodo. La víctima, por supuesto, después de gruñir nos mandó a la concha de nuestra madre, pero el daño ya estaba hecho. En pocas horas, era probable que hasta su hermana lo llamara de esa forma y ya no había vuelta atrás, porque la gente es muy cruel con los apodos, se le fijan rápido en la mente y después le da pereza hacer memoria para intentar recordar el nombre original.

Los apodos que poníamos podían tener distintos orígenes, o bien de un parecido bastante fidedigno con algún famoso, ya sea futbolista, actor o personaje de ficción, o provenir de cualquier otro sitio como el caso del sobrenombre “papi”. Pero siempre, como regla suprema, debía existir una complicidad instantánea en el otro cuando uno lanzaba el apodo, porque si no había quorum de los dos al primer segundo, sería porque la calidad del mote no estaba a la altura.

Todo iba bien, hasta que un día se nos fue de las manos. En el acto de fin de curso del año 1992, por varias carambolas quedé como encargado de la organización de la entrega de diplomas y medallas, y una semana anterior al evento estaba dándole a las teclas del guión que leería el maestro de ceremonias. No es un detalle menor que este último iba a ser una persona ajena al colegio.

Juan merodeaba por el aula de computación y yo, al notar su presencia, giré en la silla porque me imaginé que se le había ocurrido algo.

-¿Estás poniendo los nombres de los de tercer año? –me preguntó con un brillo en los ojos.

-Sí, nombres y apellidos.

-¿Ya llegaste a David?

David había sido David hasta que nosotros lo bautizamos Zuckerman, que era un personaje televisivo creado por el genial cómico Jorge Guinzburg, que en su caracterización representaba a un hilarante súper héroe judío. No discutimos ni un segundo los pasos a seguir, y una semana más tarde Zuckerman estaba mezclado entre los apellidos de los chicos de tercero B.

El estallido de carcajadas resonó como nunca en el micro-estadio cuando el locutor del acto leyó nuestro apodo, y todas las miradas apuntaron a David. Hubo incluso compañeras que se mearon de la risa, y nosotros aguantamos estoicos como pudimos. Alguien debió patentar en ese instante una escala diferente de rojo, que fue el color que tiñó la cara de la pobre víctima. Restablecida la calma, David nos encaró porque sabía que éramos los ideólogos del sobrenombre.

-Es una broma, David –le quitábamos hierro al asunto.

-Están mis viejos y mis abuelos, esta vez se pasaron.

-Ya está, lo dijeron y nadie se va a acordar dentro de un rato.

En esa época, sólo un puñado de padres llevaba una cámara VHS y registraba esos momentos, todavía lejísimos de móviles con capacidad para filmar y subir a YouTube al mismo tiempo. Lo convencimos de que no era para tanto e intentábamos que nos aceptara una disculpa, cuando sucedió lo que no esperábamos.

Una bandera gigante se desplegó por detrás del escenario desde la gradería alta, acaparando la visión de todos los presentes. En ella se habían grabado los apellidos de los alumnos de tercero, siguiendo el listado que se había utilizado en el guión de la celebración, donde la palabra Zuckerman se destacaba por sobre el resto con sus letras chillonas naranja fluorescentes. Hubo una segunda explosión de risas seguidas de aplausos cerrados que Juan y yo no llegamos a disfrutar del todo, más que nada porque Zuckerman nos empezó a correr enfurecido.

Salimos disparados y nuestras propias carcajadas entorpecían la huida, pero el pobre David jamás nos alcanzó. Creemos que lo hubiera hecho sólo si hubiese tenido la capacidad de volar como el súper héroe de los judíos. Tiempo después supimos que su bisabuela había acabado en urgencias por la humillación sufrida por su bisnieto. Qué manera de pasarnos: lo que habíamos hecho no tenía nombre ni apodo.

Más de veinte años pasaron y seguimos viéndonos con Juan, porque cada uno por su lado acabó emigrando al mismo país aunque a distintas ciudades. Nos juntamos de tanto en tanto y recordamos aquella época dorada con esa inolvidable danza de nombres. Una tarde que estábamos de tapas por Madrid, un par de chicos que habían compartido el secundario con nosotros nos saludaron desde la vereda de enfrente. Al alejarse, me pareció oír que uno le decía al otro: “mirá dónde venimos a cruzarnos al Gordo y al Flaco”. Qué pedazo de turro, me quedé pensando mientras se iban. A veces a cierta gente se le va la mano y puede ser muy dañina.


Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
Anónimo ha dicho que…
Recuerdo esa época de los apodos... Yo odiaba que me digan papá Noel, Jaja! Es increíble el poder y la influencia que ejercen en la persona, tanto que yo quería que borren mi segundo nombre del DNI!
Y pensar que ahora amo mi nombre... si no aparece algún Javi o Juan que me inventen algún nuevo apodo, Jaja!
Muy bueno!
Mari
Anónimo ha dicho que…
El ingenio en los apodos a personas o a hechos, es algo que siempre he admirado (por mi propia incapacidad, claro está ;-)
Un buen "apodista", publicista, monologuista, humorista, etc, es alguien que nos alegra el día!!! No siempre es ironía o sarcasmo, pero cuando éstos son merecidos, pues bien está!!! (véase la caracterización esperpéntica de actuales y pasados dirigentes, por ej.)
Sin ello, es más difícil sobrevivir... jejejé.
Un bravo por los que buscan la sonrisa en los relatos y los humoristas!!!

MCarmen

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