Ser padre de la noche a la mañana

por Javier Debarnot


     La historia de cómo nuestro hijo llegó al mundo no puede ni debe, caprichosamente, resumirse en una partida de nacimiento, un informe rutinario de la sala de partos o en veinte imágenes digitales donde los padres salen de la peor forma en la que puede aparecer en una fotografía un ser humano, o más bien una aproximación de ser humano que ha superado la proeza de expandir la especie, ¿o sería más correcto afirmar que ha cometido la torpeza de traer una criatura más a este sitio abarrotado de personas indeseables? Sea como sea, él nació y yo me veo en la necesidad de relatar sus últimas horas dentro y sus primeras fuera, poniendo el foco en lo que le sucedió a la otra protagonista principal de la obra, su generosa madre, y a quien esto escribe que nunca olvidará ese par de días plagados de alegría, adrenalina, algo de dolor, mucho pero mucho cansancio, algún miedo y al final más alegría.

     Cenábamos en casa junto a mis suegros, ellos dos y nosotros tres, que éramos mi mujer, su panza -que de tan enorme al promediar los nueve meses ya la considerábamos un ser más en nuestra geografía hogareña- y yo, que miré mi reloj mientras rumiaba el postre y me acerqué hasta la antesala del baño de donde salía la futura madre, que me iba a decir al oído dos palabras que darían el pistoletazo de salida a un día interminable, “rompí bolsa”. Me lo lanzó entre susurros porque, me lo aclaró enseguida, no quería que se enteraran sus padres, que estaban de sobremesa en el salón, para evitar así ir a parir en comitiva, por el estrés que eso podría ocasionarle y por sus ganas de que el nacimiento de nuestro primer hijo fuera algo íntimo, sólo reservado a los tres intérpretes fundamentales. Entonces, mientras la abrazaba emocionado al saber que había llegado la hora tan deseada, supe que tenía dos misiones entre ceja y ceja: echar elegantemente a mis suegros y, sin que mi mujer lo supiera, relojear la zona por encima de su hombro para divisar dónde estaba el líquido desprendido, no fuera cosa que me fuera a tropezar y caer sentado sobre el charco que antes conformaba parte de la morada de mi primogénito.

     Expulsados los padres de ella y limpiada la catarata de la vida, salimos a una fría medianoche de agosto con el bolso a prueba de partos listo, relajados pero ansiosos, y mientras contábamos la frecuencia de las contracciones esperábamos que pasara el primer taxi que nos iba a depositar sin escalas en la clínica. Pobre de nosotros. De los miles de vehículos que circulaban en aquel momento, vino a detenerse aquel, sí, aunque cueste creerlo, aquel vehículo que a mitad de camino y con las contracciones en aumento, sufrió tal infortunio que su dueño debió ponerse morado para informárnoslo, “chicos, estamos a punto de quedarnos sin combustible”.

     ¿Que no nos alcanza para llegar al hospital? Parecía una cámara oculta, pero nuestra desesperación e indignación por esa pésima suerte iba subiendo a medida que bajaba la aguja indicadora del depósito de gas del taxi. Peor fue cuando, al llegar a una estación de servicio, el chofer nos solicitó que nos bajáramos ya que era reglamentario descender del vehículo para volver a cargarlo de combustible. Supongo que mi hijo que estaba a punto de nacer se hubiera bajado… de la barriga de su madre para someter a un tormento físico –¿dedicarle su primera defecación?, ¿vomitarlo?- al taxista que había sido tan poco previsor y tan irresponsable. Cabe destacar que jamás nos movimos del asiento, se finiquitó rápido la cuestión de la reposición de gas y pronto estuvimos sanos y salvos en la clínica, y todavía con mi hijo inserto en su cómodo cubículo. Aunque claro está, cada vez a menos minutos de ser eyectado por las fuerzas de la naturaleza. O más bien de su madre.

     La pobre se revolcaba de dolor esperando por el anestesista que debía aplicarle la dosis de epidural para dormirle toda la zona del canal de parto. Eran las primeras horas de un lunes feriado y, por dicha razón todo transcurría en una placentera y bucólica calma, entre enfermeras y médicos de guardia que intercambiaban palabras y mates, y luego esperaban con paciencia que volviera a calentarse el agua en un pequeño hornito de una sala contigua a los quirófanos. Todos estaban como embriagados de relax y alegría, menos mi mujer, que ya no se soportaba a sí misma, hasta que llegó él con la bendita inyección. Quiero saber tu nombre porque no lo voy a olvidar jamás, le dijo ella endrogada, sintiendo que acababa de zambullirse por obra y gracia de su mano maestra en un mar de agua fresca escapando de las hasta hacía unos segundos cada vez más calientes y abrazadoras llamas de las malditas contracciones. Y debe ser cierto, nunca se va a olvidar ella de Nicolás y su aguja mágica, y lo recordará –en esas circunstancias- con más cariño que a mí que, bien analizado, había sido responsable de que hubiera padecido semejantes tormentos físicos por culpa de haberla vacunado nueve meses atrás. Todo hay que reconocerlo en esta vida.

     El nacimiento en sí de mi hijo, acaso el momento crucial de toda esta historia, fue veloz, apacible, cálido y agradablemente dulce. Así lo sintió mi mujer y yo percibí y viví sus sensaciones en primera persona conectado a su mano, que no solté ni un segundo durante todo el trabajo de parto que, insisto, no fue extenso ni doloroso, más que nada porque nuestro bebé estaba ansioso por salir al mundo, aunque tuvo que aprender aún antes de asomar su cabecita que en esta vida hay que esperar; en este caso, esperar al obstetra que –con motivo de ser las tres y media de la mañana de un lunes festivo- se demoró más de la cuenta en llegar a la sala de partos. Ahí aguardó nuestra adorable criatura, casi “en la puerta”, hasta que el doctor llegó, se calzó los guantes y le dio la bienvenida a las tres y cincuenta del quince de agosto. En esos instantes la felicidad no cabía en nosotros y el primer llanto de nuestro retoño se tradujo en lágrimas de emoción en los ojos, los míos y los de ella, por la inexplicable obra de su tierna aparición. Sí, por fin éramos padres.

     Las siguientes horas volaron amables, se pasearon delante de nuestras narices como un sueño idílico de una tarde de primavera en el parque, y los tres disfrutamos de nuestros primeros ratos juntos, empezamos a conocernos, él a nosotros y nosotros a él, sus gestos, sus sonidos, sus ojos inocentes clavados en los nuestros, ya achinados, maravillados ante su angelical figura pero con párpados que eran como pesadas persianas con ansias incontenibles de derrumbarse y quedarse allí abajo por un tiempo. Lo único que queríamos, después de esa maratón de nervios, de ansiedad y de deber cumplido, era dormir. Una generosa enfermera nos ofreció la opción de llevarse a nuestro bebé a la sala de recién nacidos por unas horas para que nosotros pudiéramos “desmayarnos” en la cama. No es que le dijimos simplemente que sí: le hubiéramos besado los pies por ese favor del tamaño de la clínica. Más vivos que nunca, pudimos descansar en paz.

     Al despertarme de esa particular siesta de los héroes, percibí que la mañana ya se había desperezado hacía rato y me dispuse a abrir de par en par las ventanas de nuestra habitación. Asomé mi nariz a la fría pero agradable brisa invernal y, como toda respuesta, se me estampó un trozo de tela en la frente. Era una tanga roja de mujer. Una prenda de ropa interior acababa de aterrizar en mi cabeza. Los primeros segundos, pasada la incredulidad y la sorpresa, me hicieron caer en la cuenta de que no pintaba mal mi porvenir teniendo en cuenta que horas antes, en los minutos previos a que me venciera el sueño, había presagiado un futuro de abstinencia sexual por lógicos motivos de cuarentena. ¿Pero qué había ocurrido? ¿Me había transformado de sopetón en una famosa estrella de rock con fanáticas sedientas de mi apetitoso cuerpo? Afiné mejor la puntería de mis predicciones y también calibré mi vista. Miré hacia la derecha y, en la ventana de la habitación en suite de al lado, estaba un músico –no de rock pero sí famoso- que se había alojado en la misma clínica por algunas afecciones respiratorias. Tenía miles de enfervorizadas seguidoras, y vi a una de ellas cuando apunté mi mirada hacia la calle. El problema era que, por la edad promedio de sus fans que orillaba los sesenta, algunas de ellas, y particularmente la que había arrojado la ropa interior, tenían algunas afecciones en la vista. Esa tanga no iba dirigida a mí. Cerré la ventana aceptando las disculpas de la anciana y volví a mi rol de reciente padre, masticando algo de bronca por haberse disipado en veinte segundos mis sueños fallidos de Rolling Stone. Y porque la abstinencia iba a seguir en pie.

     Mucho antes de lo imaginado, llegó el momento de la vuelta a casa. Después de recibir visitas, consejos y cuidados, regresamos los tres al hogar, al nidito de amor que sumaba un nuevo integrante. Ni nos imaginábamos al cruzar la puerta que íbamos a vivir un instante crucial, justo después de dejar a nuestro bebé en su moisés, ya habiéndonos desprendido del bolso pos parto, de los abrigos y de algunos regalos que habíamos recibido en la clínica. Lo vimos a él, durmiendo plácidamente, y cruzamos nuestros ojos y los dos supimos que nos invadían al mismo tiempo los mismos sentimientos irrefrenables, gigantes y a prueba de todo. El miedo. El terror, la desolación y la incertidumbre… ¿y ahora qué hacemos? Creo que disimulando mi susto inicial, aquel que se hace carne cuando uno como padre cae en la cuenta de que empieza la hora de la verdad, me salió inspiración de no sé dónde para decirle a mi mujer, en tono jocoso para esconder mi cobardía, “¿y dónde está el botón para llamar a las enfermeras?”.

     Ese botón no existe, claro está, y la sensación de no saber qué hacer con tu hijo supongo que no desaparece nunca. Vuelve cuando se le cae el cordón umbilical, cuando hay que bañarlo por primera vez y es tan pequeño que sus extremidades y huesos se asemejan a un juguete, cuando lo invade la fiebre por primera vez y parece ser un carboncito sacado del mismísimo infierno. El miedo a cómo reaccionar ante cada uno de sus actos propios de crecer e ir haciéndose más despierto y más astuto y como consecuencia tener minúsculos pero perceptibles raptos de maldad, ese temor supongo que permanece y permanecerá para siempre. Pero nosotros, los padres, somos tan pero tan irresponsables que seguimos haciéndole frente y enfrentándonos a ese terror, noche a noche y día a día, el de intentar criar derecho a un hijo en este mundo tan torcido. Y algunos, como un servidor, son tan tozudos que incluso se atreven a reincidir.





Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Que recuerdos tan lejanos y borrosos. No puedo creer que te acordaras del nombre del anestesista,yo me había olvidado!. Hay que hacer justicia en esta historia al gran trabajo de la no mencionada enfermera (comadrona)que merece un párrafo aparte, esa figura que se convierte en la mejor amiga del mundo en esos dolorosos momentos. Aunque debo reconocer que realmente no sufrí mucho, aseguro que con sus 8 años y medio de vida ya me hizo sufrir mucho mas que en el parto, y todo lo que queda!. Ahora entiendo la frase que dice: "Madre no es quien pare sino quien cría".
CW
Cristian Perfumo ha dicho que…
Este texto gustó un montón... y eso que no tengo hijos!
Anónimo ha dicho que…
Grande Pa! Sensaciones únicas e impresionantes. Me ha gustado el nombre del anestesista.
Anónimo ha dicho que…
Qué hermosa descripción! Ojalá pudiera tener tu talento para poner por escrito los dos momentos más importantes de mi vida... me gustó muchísimo leer tu historia, la verdad que ser padres es un milagro de la vida! Grande Javi!!!
Mari
Anónimo ha dicho que…
bravoooo
rcd
Anónimo ha dicho que…
Ya era hora que alguien se atreviese a escribir sobre el pánico y el bloqueo de la pater/maternidad!!!! jejejé...
Sieeeeempre he pensado que eso nunca lo ves en las películas!!!
Ya vale de tanto azúcar!!!
Hasta que no se diluye el impacto de la revolución que acaba de sacudir tus cimientos, no se percibe el dulce sabor!!!

Pero lo más alucinante es eso de "el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra", y eso de "volvería a hacerlo todo igual"...

¿Cómo es posible esa gran satisfacción y ese no desear no cambiar naaaada de lo que te ha nacido?

Un abrazo,

MCarmen

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