Crónica de una independencia anunciada

por Javier Debarnot

24 de septiembre de 2019     

     El día en que se iban a separar, o más bien el día en que se iba a definir hacerlo, España y Cataluña amanecieron juntas, acaso por última vez. España era un país vasto, lleno de comunidades entre las cuales estaba incluida Cataluña. Por eso aquella mañana, como miles y miles de días atrás compartidos en el calendario, una era parte de la otra; y sus historias, las de sus habitantes en común, seguían rodándose en paralelo. Así había sido para los españoles que vivían en Cataluña y para los catalanes que compartían tierra con España. Así, hasta el día en que se iban a separar, allá por el año 2017.

     Hoy, habiendo pasado dos años de aquel trágico día, son pocas las personas que sin haber vivido la implosión desde adentro pueden explicarse, a ellos y al resto del mundo, lo que en verdad ocurrió. Hoy no se conserva nada de todo lo que alguna vez fue. España ha quedado manca de Cataluña y, en consecuencia, esta última es el miembro extirpado -ahora miembro fantasma- de la primera. Lo que antes era la frontera que dividía el final de una comunidad autónoma con el principio de Cataluña es hoy, después de la amputación, una especie de muñón oxidado que evidencia una falta, una pérdida. Una ausencia enorme.

     Unas pocas miles de personas viven en esa porción de tierra devastada que aún sigue respondiendo al nombre de Cataluña, y que fue arrasada en un puñado de meses, en una destrucción sin sentido ni aparente fin –o sí, hasta acabar con todo- que empezó a fraguarse desde el día en que se iban a separar. Unos meses antes, cuando todavía la independencia era un sueño dorado y cercano y posible, el colofón final para alimentar ese anhelo había sido una acción que consistió en formar una cadena humana que cruzó todas las tierras catalanas de norte a sur. Aquello había sido el cénit para los que tomaron partido por la Vía Catalana. Y los políticos, cuándo no, aprovecharon esa oportunidad preciada de meterles toda la fiebre independentista en el cuerpo a los pacíficos ciudadanos. Había sido la vacuna final.

     La peor raza de la humanidad, respondiendo al nombre de clase política, con mucha habilidad se había aferrado al deseo de independencia de muchos catalanes, y puso todo su empeño –y también sus millones- para que esa gente se subiera al carro de la liberación. Así como en otras épocas se le dio “pan y circo” al pueblo, en esa ocasión los políticos alimentaron a sus súbditos con “independencia y fútbol”. La primera empezó a ser vendida casi como lo único indispensable para sobrevivir, ya que esta promesa coincidió -¿por casualidad?- con una de las peores crisis que estaba atravesando España en su conjunto, incluida Cataluña. Pero los gobernantes le dejaron entrever a los catalanes que la liberación sería también el alivio a los problemas económicos. Casi de la noche a la mañana, los principales políticos de aquella región dejaron de hablar de crisis. Pero la crisis seguía allí, asfixiándolos. De un día para el otro, obviaron mencionar la opinión del resto de los países sobre su proyecto independentista. Pero esos países estaban allí, viendo la eventual ruptura como una jugada imposible.

     Y en la otra distracción en la que sumieron a la gente, el fútbol o el “opio del pueblo”, se aprovecharon del principal equipo de la ciudad para convertirlo en una auténtica herramienta política, en un engranaje fundamental de la maquinaria encendida en pos de la búsqueda de la nueva república catalana. En esa época, el F. C. Barcelona alcanzó el punto más alto de su rica historia futbolística, y se dio la obscena paradoja de que, a pesar de que los políticos lo intentaron utilizar para sus complejos fines independentistas, el equipo sólo se dedicaba a jugar al fútbol, como los dioses, pero con una exagerada simpleza y nunca escondiendo armas o segundas intenciones, intenciones que sí enarbolaban los políticos con variadas jugadas –todas fuera del terreno de juego- como por ejemplo gritar por la independencia en un lapso de tiempo determinado, en cada partido que el Barcelona jugaba en su campo. Para todos aquellos que, o bien por no ser catalanes o por no comulgar con la cruzada de separarse de España, resultaba incómodo permanecer sentados en sus gradas mientras gran parte del estadio bramaba por el desmembramiento de Cataluña.

     El día en que se iban a separar, habiendo quedado atrás la Vía Catalana, iba a celebrarse un referéndum para definir algo claro y conciso: “¿desea Ud. que Cataluña sea una república independiente?”. Pero la pregunta, tan deseada por muchos, había empezado a responderse bastante tiempo antes, en las casas, en las calles, en los trabajos, en cualquier rincón. Y lo que para la “supuesta mayoría” independentista iba a resultar un mero trámite, poco a poco pasó a transformarse en un gigante signo de interrogación, porque vieron que los que votarían con una negativa no eran pocos, sino todo lo contrario.  Españoles que, habiendo pasado casi toda su vida en Cataluña –y queriéndola como su casa, como el lugar que tan bien los había cobijado- creyeron que, ante una eventual separación, iban a comenzar a sentirse como extranjeros en la que ellos consideraban como su propia tierra. Y no, no iban a querer eso. Miles de inmigrantes también lo tenían claro: estaban más que cómodos, agradecidos y se consideraban adaptados a Cataluña, pero temían que con la independencia se cerrarían al resto de los países, todo lo contrario a los deseos de un foráneo que desea abrirse al mundo, ya que una vez que deja su tierra natal empieza a tener una visión en donde las fronteras que suelen ponerse por delante estorban a sus ansias de crecimiento.

     Con ese panorama se llegó al día en que se iban a separar, con una sociedad resquebrajada y dividida por los políticos que jugaban su propio partido, siempre para ellos mismos. La gran mayoría, tanto los partidarios de la independencia como los contrarios a ella, sólo se movían por fines pacíficos. Muchos de los que iban a votar por el “sí” todavía se conmovían pensando en los recuerdos de sus abuelos, que en oscuras décadas pasadas habían sido perseguidos por el único pecado de enorgullecerse de ser catalanes, debían susurrar su propia lengua en sus casas y hacer reverencias a cuadros con el rostro de un dictador que había intentado jugar como si fuera un juguete roto con la libertad de España. La independencia iba a ser en memoria de aquellos hombres y mujeres que habían luchado por el honor de Cataluña en las épocas más oscuras. Por ellos y ellas. Para ellos y para ellas.

     Los que iban en contra entendían esas razones, podían comprenderlas, ponerse en la piel de quienes llevaban ese dolor y esas heridas, pero preferían mirar hacia adelante. Argumentaban que en otras regiones de España también se había estado a la merced de ese grandísimo mal parido, pero decidieron pasar página, sin olvidar e intentando que jamás volviera a repetirse aquello. Y los políticos, en su última y más rastrera jugada, prometieron que en caso de lograr la independencia, el hecho de no tener que destinar el pago de impuestos al reino central de España iba a significar un gran crecimiento económico para todos los catalanes. Había sido su última mentira falaz, pero que cuajó en los escuálidos bolsillos de la gente, que veía en esa razón, la monetaria, el principal motivo para decirle sí a la separación. Ya poco les interesaba la cuestión cultural –que podían seguir conservando y enriqueciendo aún siendo parte de España- o el respeto por su lengua –el catalán, que tampoco estaba en peligro de extinción y por el contrario se veía más afianzado que nunca-. Al final, todo parecía ser cuestión de dinero. Y como el dinero es la peor maldición y será acaso la peste que elimine a la humanidad, pasó lo que pasó el día en que se iban a separar.

     Llegaron de distintas partes de España miles y miles de enajenados y descerebrados individuos, una porción minúscula dentro de los millones de españoles, pero suficiente como para provocar un caos –de hecho, ya habían enseñado una muestra gratuita de su asesina intolerancia durante el día en que se había celebrado pacíficamente la Vía Catalana-. Con sus banderas de España, con el clásico toro estampado por encima de los colores patrios, con sus símbolos ultra-nazis, y armados hasta los dientes. La gran mayoría de los catalanes, no importaba que fueran o no independentistas, hubiera respondido de forma pacífica a ese salvajismo, pero en todos lados se cuecen habas y siempre hay algunos pocos que van por la vida rociados de combustible y sólo les hace falta una chispa para hacer volar todo por los aires. Y como los forajidos anti-catalanes llegaron envueltos en fuego, la explosión no se demoró ni un cuarto de hora.

     El día en que se iban a separar fue el día en que nunca se llegó a celebrar el referéndum, y la batalla campal fue tan atroz que recordó en apenas horas a las peores pesadillas vividas durante la guerra civil española. Los violentos ganaron las calles y destruyeron todo a su paso. En un par de semanas empezaron a faltar los suministros básicos y, para los catalanes que no querían participar en guerra alguna, había llegado el momento del éxodo. Sólo era cuestión de decidir hacia dónde: los independentistas decidieron huir hacia la frontera con el país vecino, y el resto intentó refugiarse en las tierras españolas aledañas que no estuvieran plagadas de anti-catalanes. Cabe aclarar que los políticos, a pocos minutos de iniciarse el estallido ya tenían sus maletas listas para subirse al primer vuelo con destino al exterior, haciendo lo que indicaba el manual de su especie, que por algo viene sobreviviendo desde hace millones de años. Huyeron como cucarachas.

     Hoy, habiendo pasado dos años del trágico día en que se iban a separar, por fortuna quedan pocos resabios o huellas de esa guerra incomprensible o inútil, o más bien una más de las guerras que en definitiva se hacen por dinero o por religión. Centenares de familias viven en tierras que van quitándose el polvo de las batallas y enverdeciendo y floreciendo día a día. En una casa que sobrevivió al fuego y a las balas del pasado reciente, se oye el inédito llanto de una niña que acaba de llegar al mundo. El orgulloso padre, catalán de muchas generaciones que ha decidido quedarse hasta que Cataluña vuelva a ser lo que alguna vez fue, sale a la puerta y grita en idioma español, que es el que habló toda su vida, “¡ha nacido la Paz!”. Su vecino, que es español pero antes que nada un fiel amigo, lo corrige y le dice que no se utilizan los artículos antes de los nombres propios, con lo cual la frase correcta sería “ha nacido Paz”.

     Entonces, ya con su hija en brazos, el padre se acerca a su amigo y con lágrimas en los ojos le dice:

     -Dejemos esas tonterías que ya sabes adonde nos han llevado. Y déjame soñar que hoy realmente ha nacido la Paz.



Comentarios

Cristian Perfumo ha dicho que…
No sabía que también escribías historias de terror.

Ojalá te equivoques en la fecha de nacimiento de la Paz, y que en lugar de 2016 sea 2013.
Anónimo ha dicho que…
Cualquier parecido con ... etc.

Martín
Anónimo ha dicho que…
Jejejé...Creo que la reprimenda que haces "a la intolerancia del homo sapiens" no disimula el afecto que tienes a los saladanes...

Maricarmen
Cristian Perfumo ha dicho que…
Cuatro años después, suscribo a mi comentario de arriba ;)

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