Auto-secuestro


por Javier Debarnot

     Quiero denunciar un secuestro. Sí, está ocurriendo ahora mismo. ¿Que a quién? ¡A mí mismo! Y no es broma, en este preciso instante casi no tengo adonde ir, salvo a los lugares por los que ya pasé treinta y ocho mil veces, y que están tan iguales y yo tan distinto cada vez que vuelvo a cruzarme con ellos. Quizás debería decir que, más que no tener adonde ir, mientras dure este calvario podría sufrir unas consecuencias nefastas si me atrevo a abandonar mi sitio. Estoy secuestrado, atrapa… ¡momento!, ¡tiempo muerto! Hay un movimiento esperanzador, veo una luz, la vislumbro, es la luz al final del túnel oscuro y tenebroso. Voy hacia ahí, parece que ya toca -¡gracias a Dios!- acabar con esta pesadilla pero… ¡no! Maldición y falsa alarma, otra vomitiva falsa alarma. Sigue el secuestro ambulante, y soy otra vez bienvenido a la angustiante, asfixiante y maligna, aunque en realidad nunca me había ido de ella, tortura despiadada de intentar estacionar el puto coche.

     Debo confesar esto con absoluta sinceridad: sé cómo llegué a esta situación –obvio, manejando este automóvil de la muerte-, pero me cuesta dilucidar hace cuánto. Ya no distingo si fueron minutos, horas, días enteros, perdí toda noción del tiempo, al punto de que si existiera la reencarnación apostaría muchos enteros que la persona o animal o lo que fuera que sea, ese ser que llegó con las manos en el volante de este vehículo, es un yo anterior a mí, uno de una vida pasada. Sucede que me siento tan abrumado que todo lo que antes resultaba para mi mente un cielo celeste y claro ahora es un trozo de paño gris y nublado, salpicado con manchones de témpera oscura que hunden todo en un precipicio de confusión donde mis razonamientos van cayendo torpes e inconexos, no hallando lugar para frenar ni para ordenarse. Es éste también mi sufrimiento, que allá arriba, en mi atormentada cabeza, ahora mismo mis ideas tampoco puedan estacionar en paz.

     Me considero secuestrado porque ahora mismo, o mejor dicho desde hace un rato larguísimo, no puedo gozar de libertad, o más bien de todo lo que significa esa palabra en su amplitud más exacta. Quiero bajarme del coche sin más, pero hay una lista de razones que me impiden hacerlo, siendo la primera y fundamental que no encuentro sitio para aparcar en un par de kilómetros a la redonda. Al mencionar sitio me refiero a un sitio que sea legal, está claro. Podría dejar el auto sobre la puerta de un garaje, en alguna zona pintada de amarillo o incluso caer en la siempre tentadora opción de usurpar una plaza exclusiva para discapacitados. Esto último podría verse como una impertinencia, pero juro que en este trance eterno del que soy un involuntario participante me siento bastante discapacitado, traducido en que carezco de la capacidad para estacionar. Aunque resulta evidente afirmar que, si decidiera hacerlo en la plaza de un disminuido, en ese instante dejaría de evidenciarme como un discapacitado para aparcar y estaría siendo, debo decirlo con todas las letras, un vulgar hijo de su madre que se pasa las prohibiciones por el forro. Suspiro varias veces, expiro otras tantas, y al final me auto-convoco una vez más a mi introspectivo retiro espiritual en busca de paciencia. Lucho, trajino, busco que nadie me robe la última porción que me queda de calma, y me escondo bien escondido en ese refugio que me protege del rayo amenazante de la desesperación. Con ese titánico esfuerzo, logro no caer en esa tentación de meter el auto donde lo ponen los que van en silla de ruedas o afines. Pero el problema –el principal- sigue ahí, por desgracia, y restregándose en mi cara.

     No llegué solo a este meollo. Antes de estar atrapado en esta cabina mientras deambulo buscando un lugar que, supongo pesimista, no hallaré ni en millones de años, recuerdo que en la previa a esta infructuosa caza tenía una vida agradable y una familia feliz. Íbamos a la playa, es verdad que habíamos pasado por la espinosa misión de cargar todos los bártulos en el maletero del coche –si llevamos todo esto para unas horas, ¿qué tendríamos que acarrear para pasar una semana afuera?, ¿sería más fácil trasladar nuestra casa entera hasta el destino elegido?, yo creo que sí- pero lo cierto es que ya con las vituallas bien acomodadas atrás, se suponía que quedaba el tiempo del disfrute.

     Iluso, qué tipo iluso. Menudo trompazo me llevé en la jeta al ver el panorama de coches que se multiplicaban, más bien se elevaban a su máxima potencia y no dejaban ver otra cosa que una pila interminable de vehículos alineados para alienarme. No dudé y, dejándolos justo en el sitio donde habíamos planeado pasar la mañana, me despedí de mis seres queridos hasta que yo pudiera estacionar. Los libré de este castigo, y ahora se me llena la azotea de preguntas: si siento que han pasado minutos, horas, años, una década entera… ¿qué habrá sido de ellos? ¿Reconoceré a mis hijos cuando los vuelva a ver? ¿Se acordará mi mujer de mí o me habrá desechado porque –con absoluta razón- no puede existir un hombre tan inútil que se pase una vida buscando lugar para aparcar? Prefiero no contestarme nada de eso. Creo que no aportaría nada bueno a este cuadro de inminente locura que me está acechando, que ya veo por el retrovisor, que siento que me toca bocina, pero no, la bocina me la está tocando un desalmado y malparido que no entiende que si voy a veinticinco kilómetros por hora es porque estoy desesperado y no quiero que se me escape la posibilidad de ver la aguja en el pajar, que no soy un infeliz dominguero, ¿lo podrá entender?

     En la mitad de mi trayecto, que es un recorrido que se repite una y otra vez, “derecho por la avenida, girar en la Calle Siete, seguir hasta la diagonal, cruzar la rotonda e ir bajando en escalera por las calles internas hasta desembocar de nuevo en la avenida y volver a empezar”, por suerte en el intento número no sé cuánto me llega un sonido que es el de la esperanza. Es un mensaje de texto de mi mujer. Mi primera alegría –ínfima, pero alegría al fin- es ver que mi chica todavía se acuerda de mí después de tanto tiempo, y su comunicación es como una islita en este kilométrico mar contaminado de restos de chatarra de coches que, nobleza obliga, veo que están correctamente aparcados sobre la superficie del agua y no dejan lugar para nada más, y menos para la carrocería de mi auto. Lo que leo en la pantalla de mi móvil es que se desocupó un lugar en la avenida y que mi mujer se ofrece a reservármelo. El problema es que en este momento estoy –gracias a Murphy y su genialidad de ley- exactamente en la otra punta, y haciendo cálculos mentales pienso que en el lapso que demoraré en llegar al sitio podrán pasar por allí no menos de cincuenta coches. Y no quiero dejar a mi samaritana esposa a la merced de esa jauría despiadada, de ese medio centenar de almas errantes como yo que deben estar hastiados de sus inservibles vueltas en búsqueda del paraíso que los libere. Por otra parte, aún en momentos de máxima desesperación intento ponerme en el lugar del otro, y pienso que si después de quinientas horas hallara un sitio y viera que está custodiado por una doncella feliz que dice que “mi marido está a la vuelta”, es probable que mi reacción fuera estacionar igual, pasando por encima de la susodicha -eso sí, no sería tan animal de dejar un par de niños sin madre: atropellaría también a las criaturitas y me iría a la playa en paz, con el auto aparcado en toda regla-. Por esos motivos, prefiero contestarle a mi mujer que “voy para allá pero no te molestes en reservarme la plaza”. Y, faltaría más, al llegar al terreno de la discordia veo a un hombre feliz que acaba de estacionar su coche, y lo estoy envidiando más que al individuo más bañado en millones del planeta.

     Cuando se supone que no hay nada que pueda aumentar un poco más mi sufrimiento, pero que si existiera tal cosa sin duda me haría explotar, la que amenaza con reventar por allá abajo es mi vejiga. Es un cartón lleno grande como una catedral: no puedo bajarme del maldito coche y encima me estoy meando. ¿Qué hago? ¿Lo dejo ahí tirado donde sea y pido permiso en algún bar pasándome por alto el cartelito de “baños exclusivos para clientes”? La posibilidad de regar un arbolito aledaño se antoja arriesgada, porque estamos a plena luz del día y pasan decenas de campantes veraneantes que no quisieran apreciar –o sí, hay gente para todos los gustos- el espectáculo de un hombre adulto haciendo sus necesidades en la calle, junto a su vehículo que lo ilumina con sus intermitentes en represalia por haberlo abandonado ante la primera emergencia. Evalúo otras opciones y entonces me asalta una idea. En realidad, hace rato que mis ideas no aportan ninguna solución tangible y ésta última tampoco es la excepción: pienso en usar un cubo de mi hijo menor para depositar ahí mi orín. Juro que me lo estoy replanteando hasta que un bocinazo otra vez me devuelve al mundo de los sensatos, y no me queda otra que seguir aguantándome.

     Sumido en la más profunda depresión, porque he llegado a la horrible conclusión de que no es improbable que me muera de viejo intentado estacionar, veo de súbito una serie de movimientos a los que mis ojos no pueden darle crédito ni entidad. No puede estar pasando, pero sí, está pasando. En menos de treinta segundos observo cómo en el Paseo Marítimo no menos de siete coches se marchan, dejando sus respectivos lugares a la intemperie, a la buena de Dios. Y en otro hecho que se suma a esta sucesión de sucesos fantásticos, me doy cuenta de que el resto de los vehículos que buscaba sitio hace caso omiso a la aparición de los espacios vacíos. Algunos se van, los que estaban estacionados, y los otros, los que buscaban dónde hacerlo, siguen de largo. Tengo no uno, ni dos, ni tres, sino múltiples opciones. Casi lloro de la emoción y hago un par de maniobras perfectas, de manual, para dejar mi vehículo correctamente aparcado a escasos metros de la playa. Mi familia se alegrará al verme, ahora sí que no tengo dudas y debo admitir que soy todo entusiasmo. Ahora es la alegría la que no encontrará lugar para estacionar en mi cuerpo. Es tan grande, tan rebosante, que no me cabe. 

     Ajeno al resto del mundo, mientras acciono los distintos botones y palancas antes de bajarme del coche, lamentablemente me doy cuenta de todo y caigo otra vez a la realidad, aterrizando desde mi ahora solitario y placentero páramo. Tanto estuve los últimos minutos, horas, días o años, tantísimo tiempo he pasado pendiente del infierno en que me encontraba inmerso en la tierra que nunca atiné a mirar hacia el cielo. Ese mismo cielo que, atiborrado de nubarrones grises oscuros casi negros, amenaza ahora con caerse a pedazos. Creo que la tormenta se largará en cuestión de segundos y, de a poco, todos empiezan a abandonar la playa, las avenidas y las calles en una especie de pacífica e interminable estampida. Yo aquí planeo quedarme, y no pienso moverme en –mínimo- tres o cuatro horas. O días, o semanas, o en toda mi vida. Sólo quiero celebrar que este secuestro ha finalizado, aunque es posible que, después de haber vivido esta pesadilla, haya quedado tan afectado que nadie podrá liberarme.



Comentarios

Cristian Perfumo ha dicho que…
Muy bueno y muy agobiante!!!
Anónimo ha dicho que…
Buen secuestro claustrofóbico en plena intemperie! Transmite muy bien circularidad no solo vehicular, sino de pensamiento también(jejejé!!!)

Maricarmen
Anónimo ha dicho que…
Me gustan estos ultimos empiezan a tener un "algo" en común...

Abrazo.

Martín
yoga ha dicho que…
Agobiante.. Por eso prefiero el 68 al 495!!!
Anónimo ha dicho que…
COMO DESARROLLAR INTELIGENCIA ESPIRITUAL
EN LA CONDUCCION DIARIA

Cada señalización luminosa es un acto de conciencia

Ejemplo:

Ceder el paso a un peatón.

Ceder el paso a un vehículo en su incorporación.

Poner un intermitente

Cada vez que cedes el paso a un peatón

o persona en la conducción estas haciendo un acto de conciencia.


Imagina los que te pierdes en cada trayecto del día.


Trabaja tu inteligencia para desarrollar conciencia.


Atentamente:
Joaquin Gorreta 55 años

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