Tiempos de ir agachando la cabeza

por Javier Debarnot

El doctor Osorio, creyendo que iba a ser una tarde-noche más, llegó a la guardia con la cabeza que se le estaba partiendo, pero sólo al cruzar la puerta del hospital la escena que vio le arrancó todas sus molestias y preocupaciones de cuajo. ¿Se había desatado una guerra y se estaba enterando recién en aquel instante?

Heridos. Decenas de ellos. Sentados en la sala de espera los menos graves o desplomados en camillas los que se retorcían de dolor, y por la puerta no dejaban de ingresar más y más, y en la entrada de la guardia la banda sonora de la sirena de las ambulancias no se detenía un segundo por el desfile incesante de vehículos trayendo nuevas víctimas.

-¿Qué está pasando, por Dios? –le preguntó Osorio a su compañera, la doctora Levaggi.

-No sé, pero creo que esto recién empieza.

Los teléfonos estaban colapsados, aunque muy rápido se pudo tener un panorama de la situación a través de otros medios como internet. Los hospitales de toda la ciudad no daban abasto con los heridos, porque se calcaba en cada guardia esa invasión de ciudadanos que requerían rápida atención, y los Osorios y Levaggis de turno debían multiplicarse para atender a tantos siendo tan pocos médicos.

-El problema es que no dejan de venir –dijo la doctora mirando casi aterrorizada al sector de ingresos.

-¿Nos están atacando?

-Ni idea, pero ya se nos acaban las vendas.

Después de serenarse, el Doc Osorio hizo un paneo rápido de los alrededores y se llenó de coraje, recordando que cuando todavía era un chico y veía películas de guerra en donde un improvisado campamento estaba plagado de heridos que exigían la ayuda de un doctor, allí fue cuando a él le había nacido su veta humanística que una década después lo había llevado a estudiar medicina.

Lo segundo que le llamó la atención –habiendo ya pasado la sorpresa inicial por la cantidad de heridos- fue que todos los pacientes presentaban el mismo cuadro: un traumatismo de diferente índole en la frente o el cuero cabelludo. Más leve o más grave, el cien por ciento de las personas tenía un golpe en la cabeza.

-¿Cómo se hizo esto?

-Me golpeé con él –le contestó una mujer señalando a un joven que estaba en la camilla de enfrente, mientras se sostenía un pañuelo sobre el parietal izquierdo para detener un hilo de sangre que había empezado a chorrearle por delante de la oreja.

Mientras Osorio empezaba a darle las primeras indicaciones a los heridos, un colega se asomó por uno de los pasillos y le hizo una seña para que se acercara en cuanto pudiera. A los veinte minutos, cuando por primera vez amainó el número de golpeados que entraban al hospital, el Doc fue a ver a su compañero.

-Mirá esto –le dijo simultáneamente a darle a la barra espaciadora para reproducir un video de un canal digital de noticias.

La ciudad, según las escalofriantes imágenes, se había transformado en un gigantesco cementerio de coches que yacían semi-destruidos en las diferentes esquinas de toda la mole urbana. Y el problema, relatado por un par de periodistas sensacionalistas, era que sólo los conductores más afortunados habían sufrido traumatismos como venía siendo la moneda corriente en cada hospital, porque ya se hablaba -y aún no habían dado las doce- de miles de muertos al volante. Los barrios estaban sumidos en olas de furia, desesperación y dolor.

Osorio volvió a atender a los heridos y de a poco intercambiaba algunos diálogos lúcidos con algunos de ellos. En su afán de ayudar y entender, fue de a poco elucubrando la teoría o la verdadera causa del caos. Un cuarto de hora después, tuvo otro momento para discontinuar sus labores médicas y volvió al despacho donde seguían las noticias a través de internet. Y vio en una popular cadena un titular catastrófico con letras blancas sobre fondo rojo: “se desata la mortal epidemia”.

Segundos después, empezaron a sucederse testimonios de supuestos testigos que vieron lo que había ocurrido, por qué la gente se hería en la cabeza o los automovilistas chocaban mortalmente de frente contra otros conductores. El doc ya había llegado a la misma conclusión que arriesgaban varios entrevistados, pero verla plasmada le heló la sangre. Y cuando sintió una vibración en su bolsillo derecho, prefirió ignorarla por completo y volvió a atender a los pacientes.

Los que estén leyendo estas líneas y esperen un final efectista o sorprendente, lo mejor que pueden hacer –en el caso de seguir el relato desde sus teléfonos móviles mientras van por la calle- es levantar la vista ahora mismo para evitar un buen golpe con otro que venga en dirección contraria. Mejor no ser una nueva víctima de la epidemia de los que quedan atrapados en su propio celular.





Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Si ya lo dijo Albert Einstein "Temo el día en que la tecnología sobrepase nuestra humanidad". Estamos viviendo ese tiempo. No tenemos ni idea como funciona la tecnología que nos rodea, cambiamos el significado de la palabra privacidad, somos como la población que relata George Orwel en 1984. Deberíamos preguntarnos a los intereses de quien responde tanta tecnología aplicada al uso de las masas.
CW
Anónimo ha dicho que…
Buen título… en la releída, claro!!! Pues es totalmente inesperado!
No deja de sorprenderme como nos sorprendes!!!
Por una vez, lo estaba leyendo “en pantalla grande”  o sea que estoy a salvo de la epidemia!!!

MCarmen
Anónimo ha dicho que…
Muy simbólico, expresa muy bien lo que está pasando con la humanidad. Este es un cuento para que lo lea papi... seguro le encantaría, y sustentaría su terrible rechazo a los celulares! Sin ser tan drástico, a veces preocupa cuando en una reunión familiar... está cada uno en su mundo y interactúa cada cual por separado con su mundo virtual. Gracias a Dios creo que aún nosotros estamos a salvo...
Mari

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