Que nadie me mire mal

por Javier Debarnot

Llevo muchos años ocultando esto y cada día que pasa es uno más en el que siento que estafo a la gente, que engaño a los míos, y que intento mostrarle al mundo que soy algo diferente a mi auténtico “simple yo”. Pero el tormento es tan grande y la angustia tan insostenible que hoy digo basta y por fin contaré la verdad, y les diré desde qué óptica veo todo. Porque hasta acá llegué y, aunque sea una frase hecha, no hay peor ciego que el que no quiera ver.

Supongo que, aunque nadie lo sabe, soy así desde que nací. Pero yo no lo sabía, porque intuía mi condición como algo normal. Un bebé no tiene ni idea de la mayoría de las cosas de la vida –y supongo que por eso es tan feliz- y todo empieza a tomar otro color cuando se da cuenta que los demás, los que nos rodean en esa aventura de ir creciendo, tienen claro muy rápido cómo son muchas cuestiones básicas, y hasta parecen asumirlas con una facilidad pasmosa. Ya desde chiquito yo supe que era diferente, pero no me animaba a decírselo a nadie.

Cuando me preguntaban sobre el tema, al principio me quedaba mudo o sencillamente intentaba desviar el foco de atención. Pero cuando me hice un poco más grande, supe de qué forma había que responder a “la pregunta”, por el simple hecho de ver cómo reaccionaban mis amigos ante interrogatorios similares, y aprendí a mentir. Mentí muchas veces y seguí mintiendo hasta hoy, hasta dentro de unos pocos párrafos.

Pasaron los primeros y tortuosos años, y de un día para el otro creo que me desperté en la adolescencia. Supongo que ahí comenzó a ahondarse el problema, porque empezaron las salidas con los amigos, y me vi de golpe en la necesidad de elegirme mi propia ropa. Ya no estaban papá y mamá para escudarme en ellos, y era yo –por primera vez solo en el mundo- enfrentándome a la responsabilidad de decidir qué ponerme. Y en la soledad de un probador de un local de la Avenida Cabildo, frente al espejo y con un par de camisetas en la mano, me di cuenta que no todo era color de rosa. O sí, que precisamente lo era.

A partir de ese día, entré en una eterna encrucijada que duraría años, sintiéndome en la constante necesidad u obligación de tener que decidirme siempre por dos opciones, como si me indujeran siempre a escoger blanco o negro. Y yo no sabía, siendo sincero no lo supe por un tiempo larguísimo, qué cuernos debía contestar al respecto. ¿Decir lo que decían todos? ¿Fingir pensar lo mismo que el resto? ¿Ir con la verdad de una buena vez? ¿O mentir? Mentía. Mentía como si el mundo fuera a acabarse si yo optase por ser sincero.

Creo que esa montaña de dudas se deshizo, al menos para mí, cuando Juan apareció en mi vida. Lo conocí de casualidad, cuando ya tenía más de veinte, en una fiesta de esas a las que vas sin muchas expectativas y jamás te podrías llegar a imaginar que esa noche te va a cambiar la vida. Como la mayoría de los acontecimientos importantes que te marcan para siempre, ocurrió de carambola. De una carambola rocambolesca.

Si no hubiera salido al jardín de la casa, si no hubiera estado distraído mirando las piedras del camino y no me hubiera chocado de frente con la chica que hizo que se cayera mi trago, si no hubiera vuelto a la barra del salón y no se hubiera acabado mi bebida favorita, probablemente no me hubiera decidido a pedir una copa diferente y, ante la confusión del barman, no hubiera intervenido Juan. Pero sí que ocurrió todo aquello y Juan estaba ahí, y yo levanté la vista y lo vi a los ojos, y noté en los suyos que “me había sacado la ficha”.

No dejamos de hablar durante toda la noche y, desde el primer instante, descubrí que con Juan podía ser yo mismo. Quizás, lo pensaba mientras las luces del jardín se reflejaban en el agua de la piscina, él era la persona que había estado esperando toda la vida. En la relación que nos involucraba a ambos y que había nacido en esa fiesta, Juan me reconoció que estaba iniciándose en eso, que era un novato todavía, pero que con sólo oír mi voz al señalar ese trago ya supo quién era yo en realidad. Y que necesitaba ponerme en sus manos lo antes posible, confiar en él.

A pesar de haber reconocido lo que yo era, seguí con miedo desde esa fiesta y nunca le hablé a nadie de Juan. Nos veíamos cada tanto, porque él empezó a trabajar bastante, pero siempre podía hacerse un hueco en su apretada agenda para que lo visitara. Nada me importaba aunque supiera que había otros que buscaban lo mismo con él. Yo, sobre todas las cosas, desde el primer día fui paciente con Juan.

Un día pasó lo que no esperaba: mi madre descubrió el teléfono de Juan en mi agenda y me pidió explicaciones. Creo que a pesar de haberle soltado unas excusas más que efectivas y disuasorias, mi tartamudeo echó más confusión en el asunto. Aún así, me mantuve firme en mi plan de seguir mintiendo, porque a pesar de todo lo que me hacía sentir Juan, no me animaba a reconocer que veía las cosas de una manera muy diferente.

Pero es hasta hoy o más bien hasta ahora. No sé si estará leyendo mi familia, si alguien irá corriendo a contarles todo y dejarán por fin de preocuparse, porque me encuentro dispuesto a asumirlo, ante ellos, ante el mundo o ante quien sea. Basta de miedos, basta de ocultarme o pretender ser algo que no soy. Soy daltónico y, desde este momento, ya no es mi oftalmólogo Juan el único que lo sabe.



Comentarios

Cristian Perfumo ha dicho que…
Muuuuuy bueno! Me encantan los finales inesperados!
Anónimo ha dicho que…
Muy bueno. Se lee muy rápido porque engancha, pero al final sos las dos cosas no? Jaja.

Martin
Anónimo ha dicho que…
Muy bueno y original rcde
Renzo ha dicho que…
GENIAL! En la releída se encuentran muchos guiños que hacen que te vuelva a gustar sabiendo el desenlace. Es como los chistes de Landriscina, ya sabés el final pero te reís con el relato una y otra vez. Lo agendo como "clásico" Javier. Un abrazo
Anónimo ha dicho que…
Qué rabia!!! Quería adivinar mientras leía por donde nos saldrías!!! evidentemente no iba a ser por el color rosa…
y no pude!!!!!
Imposible adivinar!!!!!

MCarmen

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