En prisión, nada es lo que parece

por Javier Debarnot


     Ocho años pasó José en el Instituto Correccional de Menores de Sevilla y, después de allí, aterrizó casi sin escalas en la Penitenciaría Provincial de Málaga. Cuatro años más tarde le tocaría el Penal número 7 de Gibraltar donde completó siete temporadas tras los muros. Pero nada de eso parecía ser suficiente para José. Nada le hacía torcer el rumbo o más bien modificar drásticamente los escenarios en los que había decidido seguir protagonizando sus días.
     Quizás por aquellos antecedentes que le daban forma a ese nutrido curriculum, nadie se lo pensó dos veces, ni siquiera una y media, cuando llegó el momento crucial. Hubo otros seis individuos como José intentando quedarse con ese botín aquella tarde de abril. Pero el señalado había sido él. Un funcionario público lo había sometido a un exhaustivo interrogatorio y las respuestas de José disiparon todas las dudas, motivando que el resto de los involucrados fuera desechado y se marchara a casa.
     José Miguel Carranza, apenas una semana después, entró en la Prisión Estatal de Granada, conocida por ser la más peligrosa de toda la región de Andalucía. Ni se imaginaba por aquel entonces cuántos años pasaría en esa cárcel, ni los tormentos que marcarían su existencia y la de los que lo rodeaban.
     El alcalde se la agarró con él desde el primer día y, lo que es peor, no dejaba de instigar a sus guardiacárceles favoritos para que le hicieran la vida imposible. José pronto dejó de ser José y empezó a ser el Obeso, el Gordo Grasiento o simplemente el Culón. Y todo por unos putos siete quilos de más, pensaba la víctima de los motes. Pero podía sobrellevar eso, lo de los apodos, y también que el alcalde le permitiera estar en el patio sólo una semana al mes y que el resto del tiempo debiera dividirlo entre las celdas comunes, los pasillos internos y el comedor. Nada de eso lo desestabilizaba tanto como la hora de ir a las duchas.
     José odiaba el momento del aseo porque, lo sabía por su pasado en otras cárceles, era el tiempo propicio para que los internos sacaran su costado más mugriento. Eran las duchas la ocasión ideal para las agresiones, para los ajustes de cuentas y las vejaciones más desubicadas. En la prisión de Granada todo se regía por una máxima no escrita: todos habían violado la ley para estar entre esas rejas, con lo cual la ley podría cobrar venganza y violar al que sea. Y José estaba allí. Sus noventa y ocho kilos en medio de esa escenografía, con su culo gordo en estado de alerta olfateando el menor movimiento para saber si aquella tarde alguien intentaría violar a alguien. Lo que más lo alarmaba era que los demás, todos los demás, siempre estaban pendientes de él, atentos a un mínimo descuido suyo para actuar, arrimarme, abordar y penetrar, con esa nube de vapor en el medio que manchaba de sombras, espesura e infiernos al blanco de los azulejos. Aún tomando todas las precauciones del caso, José no pudo ni podría en un futuro evitar decenas de violaciones bajo el chorro de agua caliente de las duchas.
     Las pocas veces que José estaba en el patio de la cárcel, su ánimo se desbarrancaba por un precipicio de melancolía. Le era suficiente con ver la pelota de básquet que, lanzada por un veterano interno, se colaba entre las desgastadas redes de la canasta, para que lo invadieran tiempos ya muy lejanos, de interminables partidos con sus primos en una pista cercana a la casa de sus padres en un barrio humilde de La Cartuja, donde después de sudar durante el día lo que soñaba por las noches distaba mucho de esa realidad que finalmente se había forjado, compartida entre ladrones, estafadores y asesinos. Qué sería lo que le había hecho torcer el rumbo para acabar paseando su sombra un día tras otro por las sombras de la mayoría de las prisiones del sur de España. Esa mañana, sus ojos se obnubilaron nostálgicos mientras seguían el pique del desgastado balón naranja contra el suelo de cemento. Y así pasaba el tiempo, ensimismado en las huellas de su niñez, hasta que otra pelota le dio en la cabeza y el pasado bucólico se rompió en pedazos. José atinó por un segundo a reaccionar ante el agresor que parecía estar, unos metros más atrás y mezclándose entre otros jugadores, riéndose con disimulo. Pero José no podía contestar. Sabía muy bien que si osaba responder al pelotazo podía caerle una gorda, porque el alcalde siempre estaba esperándolo.
     Durante la hora del almuerzo siempre pensaba en su esposa y su hija. Ambas se avergonzaban de él, la mujer por la incomprensible repulsión que le tenía y la más pequeña por influencia de su madre. Pero José no perdía las esperanzas de que cambiaran ese sentimiento de vergüenza por uno de orgullo y, entre bocado y bocado, fantaseaba con hacer en la prisión los méritos suficientes para tener una recompensa al final del túnel. Aunque todo estaba muy negro. Si sigues eligiendo estar en la cárcel, le advertía su mujer, acabarás perdiéndolo todo incluyéndola a tu niña. A la fidelidad que se habían jurado doce años atrás ya le habían atrapado con las manos en la masa: todos sabían en el barrio que la esposa de José iba pasando de cama en cama mientras su marido era un simple número, vulgar y cornudo número, de la inexpugnable prisión de Granada.
     Pero era al anochecer cuando a José lo invadían los miedos y los fantasmas. Cuando se encontraba de cara a la celda y, al sonar una estridente chicharra, ésta se cerraba y el silencio tomaba la escena. Casi todos los internos caían rendidos al sueño pero a él le resultaba imposible pegar un ojo. No podía permitírselo. Pasaba noches frías, interminables, casi eternas. Instantes que parecían atrincherarse en el tiempo, y segundos y minutos y horas amontonándose en el reloj del muro mientras José suplicaba que nadie osara hacer nada. Que ninguno estuviera tramando cosas raras, y mucho menos que, de sopetón, unos brazos extraños lo sorprendieran por la espalda y lo inmovilizaran a pesar de que él procuraba estar siempre en guardia, sin dejar de caminar de un lado a otro atento al más mínimo sonido aunque más no sean los pasos de una laucha que se solía inmiscuir por los tubos de ventilación de la tercera planta de celdas comunes. Al igual que en las duchas, cada noche también todos parecían estar pendientes de José. Al acecho. Y él se preguntaba, una noche sí y otra también, hasta cuándo iba a seguir soportando esa presión. Esa condena.
     Por fortuna para José, la mayoría de las veladas nocturnas no ocurría nada. Todo seguía su curso. Aparecía el alcalde y veía que el Culón no había pasado ningún sobresalto.  Hasta cuándo, seguía dándole vueltas José. Para qué seguir tentando a la suerte y, como su propia mujer se lo presagiaba, para qué padecer todo ese sufrimiento si cualquier día podía quedarse sin nada de nada. Pero a pesar de esos miedos y esas pesadillas y esas historias, a menudo los hombres siguen actuando de forma incomprensible. Y es por ello que José decidió, muy a su pesar, seguir haciendo lo único que aprendió a hacer e hizo en su vida. Seguir siendo aquel al que muchos desprecian en la prisión, o en otras palabras, ponerse cada día el uniforme de guardia penitenciario.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Me hizo acordar al chiste:
Mamá no quiero ir a la escuela!
¿por qué Jorgito?
Porque los niños son malos conmigo.
Pero tienes que ir..
¿Por qué?
Porque eres el director del instituto. Por eso.

Abrazo.

Martín
Anónimo ha dicho que…
Qué bien hecho!!! Lo tuve que leer dos veces, porque no podía creer el final! Es loquísimo que hayas escrito algo que en cada palabra de los extensos 9 párrafos te lleve a pensar en un personaje en particular, y en la última oración te des cuenta que estabas pensando en el otro bando!!! Muy bien escrito, y con gusto lo leí otra vez para disfrutarlo más y entender al pobre y frustradísimo José...
Pensar que en título ya lo dice todo, y uno lo pasa por alto, realmente uno de los mejores!
María
Anónimo ha dicho que…
Qué bien hecho!!! Lo tuve que leer dos veces, porque no podía creer el final! Es loquísimo que hayas escrito algo que en cada palabra de los extensos 9 párrafos te lleve a pensar en un personaje en particular, y en la última oración te des cuenta que estabas pensando en el otro bando!!! Muy bien escrito, y con gusto lo leí otra vez para disfrutarlo más y entender al pobre y frustradísimo José...

Pensar que en título ya lo dice todo, y uno lo pasa por alto, realmente uno de los mejores!

María
Cristian Perfumo ha dicho que…
jaja, buenisimo! Yo tambien lo tuve que releer cuando llegue al final. Nos hiciste entrar de cabeza!

Entradas populares de este blog

¿Una iguana en Dinamarca?

Agua, fiesta

Los ojos del alma