La agenda del jueves
por Javier Debarnot
Cuando Jorge Amaya llamó a su secretaria para revisar la agenda del jueves, nada hacía pensar que sería el último encuentro entre ellos, aunque un poco más tarde, quizás sí se previó una ruptura total al levantarle Jorge la falda a Beatriz y meterle con traición y alevosía una mano palpándole las nalgas.
Antes del acoso, mucho pero mucho antes, habían empezado a repasar las actividades que Jorge había escrito la tarde anterior junto a las respectivas horas de la hoja de la agenda del jueves, y que iban a marcar la pauta de un día movido. Movidísimo para Jorge y agitado para todos los involucrados.
A las diez y media, apenas engullido el desayuno, tocaba ir a ver a Ruscalleda, su socio del bufete Amaya & Ruscalleda Abogados. Apenas debería cruzar el pasillo para meterse en su despacho, interrumpir cualesquiera fueran sus reuniones o conversaciones o teleconferencias con Montevideo y mandarlo a Ruscalleda a la mismísima mierda, diciéndole que le ofrecía -sin cargo y en ese preciso jueves de diciembre- el cuarenta y ocho por ciento del paquete accionario de la firma que le correspondía para que enrollara el documento acreditativo de la cesión y se metiera el cilindro resultante en el culo. Qué a gusto se quedaría viéndole la cara de nada a Ruscalleda después de haberle soportado todo. No más. No más hasta ese jueves.
A las once, conversación telefónica con Jorgito Jr., el único hijo de su segundo y frustrado matrimonio con Anabella. Tuuuuu, sonaría el timbre, tuuuuu, Jorge dejaría el cable del teléfono hecho un auténtico nudo marinero hasta que, tuuuuu, alguien descolgaría del otro lado. ¿Quién es? Soy Jorge. ¿Qué haces después de tanto tiempo, viejo? De viejo, nada, no soy tu padre. ¿Qué? Que no soy tu padre, siempre te preguntaste de dónde había salido tu fanatismo por las frutas, y bueno, es que sos hijo del verdulero de la esquina. ¿Qué estás diciendo, papá? Papá un cuerno, bah, dos cuernos, los que me metió tu madre con el Cholo, así que andá a reclamarle a él la plata para pagar la cuota de tu ridícula carrera en la universidad privada. Pero, papá, digo… Tu tu tu tu. Cortando por lo sano. Otro tema finiquitado.
Después de zanjar ciertos espinosos asuntos familiares, mejor darse tiempo para un buen almuerzo en el más lujoso restaurante de Puerto Madero. A la una y media, sí, Beatriz, perfecto, la comida debe reservarse a esa hora invitando a Lola y a María, las becarias de la planta dos. El menú más caro para los tres, con ese vino prohibitivo, sí, ese, el de la botella que sólo con leer su etiqueta hace que la tarjeta de crédito dorada cobre vida y se ponga a temblar en la billetera. De entrada, caviar del bueno, después el mejor trozo de lomo y un postre sólo para sibaritas: champagne de lujo con helado de limón, un placer auténticamente digestivo entre bocanadas de un habano original de la isla. ¿La cuenta final de ese monumento a los pecados de la codicia y la gula? Un número de cuatro cifras de esos que invitan a preguntar “¿qué rompimos?”, pero de pagar nada, Jorge diría que se dejó los plásticos y el metálico en el saco y volvería a saldar cuentas el viernes. Si total, era cliente privilegiado.
“A las cinco tiene el juicio por lo del accidente de los González”, le recordaba Beatriz esa mañana de jueves, antes de que Jorge le pusiera una mano encima. Tendría la décimo cuarta audiencia correspondiente al caso en donde sus defendidos Emilio y Remigio, hijos del reconocido y multimillonario economista Herminio González que era el mejor cliente del bufete, eran acusados de homicidio culposo tras haber atropellado a una chica que iba en bicicleta. Esa tarde, Jorge Amaya torcería el rumbo del juicio al reconocer que el conductor de la cuatro por cuatro y su acompañante iban hasta el cuello de alcohol y cocaína. Nadie entendería nada, ni mucho menos el padre de los implicados al pedir explicaciones a los gritos y recibir de parte de Jorge un “vos no te metas que sos el que les das la merca, aunque al menos a tus hijos se las regalás y no se las vendés como a todos los ilustres ciudadanos de Vicente López y Olivos”. Vuelco violento en la causa, un nuevo juicio abierto por tráfico de estupefacientes y, seguramente debido a que significaría un hito en la historia judicial argentina, un buen espacio asegurado en la portada de varios periódicos del día siguiente. ¿Saldrían los diarios? ¿Alguien los leería?
A las ocho, ya finalizada su notoria intervención en la causa de los González, la agenda estipulaba partido de paddle con los muchachos. Jorge le había encargado a Beatriz que le comprara en su hora de almuerzo unas zapatillas de deporte, en lo posible de marca, pero la única marca que le había quedado al abogado había sido la de los cinco dedos de su secretaria en su propia cara después de su desubicada tocada de culo. Beatriz había recogido sus cosas, renunciado y dejado el despacho a las once y cuarenta y siete, entre la llamada a Jorge Jr. y la comida con Lola y María. Por supuesto, Beatriz también se había negado rotundamente a ir a sacar fotos del ménage à trois que su jefe haría con las becarias acabado el almuerzo.
Tal como se planteó la situación, Jorge iría a jugar con las zapatillas de siempre pero su juego sería más agresivo que nunca. Raúl –le diría a uno de sus rivales-, ¿sabés lo que hace tu mujer cada martes a media tarde? Preguntale a Wálter –su otro adversario y compañero y amigo de Raúl-. 15 a 0. Esteban –le lanzaría como al pasar a su pareja de juego- anoche estuve con tu mamá. 30 a 0. Sos adoptado. 40 a 0 y triple bola de partido. Son tres fracasados, no sé por qué me sigo juntando con ustedes.
De vuelta en la oficina, agitado y sin haberse duchado tras escapar de la furia no contenida de sus tres ex mejores amigos, le quedaría un rato para meterse en su página favorita de apuestas online y responder dos preguntas vitales para dar el próximo paso: cuál puede ser la apuesta más ridícula y cuál es la cantidad de dinero que le queda disponible en su cuenta. Y entonces se jugaría toda su fortuna a que el corredor asturiano Fernando Alonso acabaría una carrera de Fórmula Uno sin esgrimir absolutamente ninguna excusa en caso de no haberla ganado.
A las doce de la noche de ese jueves, Jorge Amaya giraría la hoja del calendario de su oficina y se iría a dormir pensando en lo agitado, emocionante, bizarro, loco, divertido y excitante que habría sido su día al cumplir una a una todas las actividades planeadas en su agenda del jueves. Ni soñaba despertarse a la mañana siguiente, pero sí que lo haría.
Al final, incumpliéndose las apocalípticas profecías mayas, no habría fin del mundo el viernes veintiuno de diciembre de dos mil doce. Bueno, no lo habría para los aproximadamente seis mil novecientos noventa y nueve mil millones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve habitantes del planeta tierra, pero para Jorge Amaya, visto lo visto y viendo a todo lo que tendría que enfrentarse a partir de ese día, sí sería el auténtico fin del mundo.
Comentarios
Martín
Y se me ocurre otra idea! No le hizo honor a su apellido _A-maya_ , porque fue bien “maya”!!!
Mari