Capicúa

por Javier Debarnot

     La palabra capicúa (del catalán: cap i cua, cabeza y cola) se refiere a cualquier número simétrico que, por ello, se lee igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda. Si una historia empieza mal y se trata de una historia capicúa, por una razón simétrica no puede soportar otro destino posible que no sea igual a su comienzo, es decir que acabe mal.

     El ferrocarril, por viejo y descuidado, fallaba mucho. En esa ocasión el imperfecto le había permitido a Otto bajarse del vehículo en movimiento, cuando el tren ya encaraba sobre los rieles hacia la siguiente estación pero aún así mantenía sus puertas abiertas.

     Recién descendido del furgón, Otto  iba en bicicleta y maldijo porque la única opción que le presentaba el camino era una cuesta empinada hacia arriba. A pedalear con ganas. Fueron sólo unas manzanas, pero las suficientes para dejarlo con la lengua afuera, y a poco de acabar la pendiente se le cruzó un coche Honda modelo Civic que, extrañamente, iba perdiendo aceite dejando un reguero al andar.

     Otto llegó a la estación del Bicing y se sorprendió al verla vacía. Con todas las opciones de anclaje disponibles, eligió el número 20, que era el día en que había dejado su Neuquén natal para probar suerte en Barcelona. Cuando estuvo ya libre del vehículo, se dio cuenta de que lo invadía el hambre y había que apagar ese repentino reclamo interior.

     Engulló en pocos segundos una hamburguesa que rebosaba de Ketchup y mostaza, mientras leía algunos grafitis que ensuciaban una construcción aledaña. ¿Qué manía tendrían algunos impresentables, se preguntaba Otto, de creerse artistas sólo por garabatear frases tan vomitivas como “Anita lava la tina” en una pared cuyo dueño la había soñado blanca u ocre pero impoluta?

     Caminó sin prisa por la avenida y le vino a la mente su primo, el policía, del que no sabía nada desde el 21 de diciembre cuando lo había visto en el cumpleaños de Ana. Por fin llegó a la esquina de la cita, a la hora señalada, para que su hermano le diera el teléfono móvil que la noche anterior Otto se había olvidado en casa de sus padres.

     El niño le dejó el celular y, ante la curiosidad de Otto, le enseñó lo que llevaba en una bolsa. Una pistola de agua recién comprada que sería estrenada esa misma tarde en la playa, o en el mismo salón de su casa si su madre no se dignaba a llevarlo al mar. Hacía 33 grados a la sombra.

     El hermano de Otto desapareció de golpe y el joven, móvil en mano, empezó a recorrer los menúes del aparato, Facebook, Twitter, mensajes, poniéndose al día de todo lo que había pasado en las escasas once horas en las que se había separado de él. Abrió el Apalabrados y una jugada lo esperaba ansioso. Un par de letras iguales separadas por tres casilleros en blanco Es tu oportunidad, pensaba Otto, una palabra para rematar la partida. Hay algo. Tenía la palabra ahí, en la punta de la lengua y de sus dedos, que recorrían frenéticos las tres teclas del móvil. ¿Serviría acaso un nombre propio?

     Menem.

     ¿Se lo darían por válido? Dudó, caviló, lo repensó. Minimizó la pantalla del Apalabrados y una a una fue abriendo las otras redes sociales, buscando a algún conocido imparcial que le aprobara o desaprobara la palabra. De golpe apareció un amigo, pero un amigo de lo ajeno, y no en un chat sino en persona.

     -Hermano, dame el móvil -le soltó a Otto un ladronzuelo de baja estatura que solamente lo impresionaba por la pistola que atesoraba en su mano.

     Y a Otto no le quedó más remedio que deshacerse de su ansiado celular que sólo había recuperado durante 11 minutos. En segundos, al caco se lo había tragado la tierra y a la víctima lo volvían a asaltar, pero la impotencia y la bronca. Entonces su turbada mente evocó a su primo, el policía, y las circunstancias le pedían llamarlo ya, en ese instante, pero cómo iba a hacerlo si lo que le habían robado era el condenado móvil, del que no podía separarse y le había costado un dineral, 262 euros y sólo por estar en oferta.

     Desandando el camino hacia su casa volvió a pasar por la pared de “Anita lava la tina”. Y como su cerebro funcionaba a media asta, le ordenaba a Otto hacer cosas sin sentido, como por ejemplo ponerse a releer la frase. Pero cuando se acercó a la zona del grafiti no fue para mirarlo mejor, más bien para expulsar de su cuerpo el trozo de carne, los panes con semillas de sésamo, el Ketchup y la mostaza, todos mezclados, pero fácilmente diferenciables un alimento de otro por su color y su textura.

     El olor fétido de su propio vómito espantó a Otto del lugar del deceso de la hamburguesa. Obnubilado y atontado, sus pasos lo condujeron a la misma estación de Bicing donde había estado un cuarto de hora atrás. Solo una bicicleta, y en el anclaje 02, el número de veces que Otto había vuelto a Neuquén desde su llegada a Barcelona, pero qué demonios le importaban esos datos en ese momento.

     Al menos el camino hacia la estación era cuesta abajo. Para Otto hubiera sido extremadamente fácil, casi como un lecho de rosas donde sólo habría que dejarse llevar sin necesidad de pedalear ni esforzarse, pero el desafortunado joven no había contado con el charco de aceite que había dejado el Civic. Las dos ruedas se cubrieron con el graso líquido y transformaron a la bicicleta de Otto en un vehículo demasiado veloz, descontrolado y difícil de domar, agravado el peligro por culpa de la pendiente que hacía deslizar a la bici más rápido metro a metro.

     El ferrocarril, por viejo y descuidado, fallaba mucho. En esa ocasión el imperfecto ocasionaría un cortocircuito en uno de sus motores, y plum, una pequeña explosión en la caja dañaría el sistema de frenado. Poco le faltaba al tren para detenerse por completo, pero los metros de más que recorrió pasándose de la estación fueron suficientes para agarrar de lleno a Otto que, con la bicicleta fuera de control, sólo había podido detener su descenso al chocar con la parte trasera del ferrocarril y quedar sepultado bajo su trompa.

     Si una historia empieza mal y se trata de una historia capicúa, por una razón simétrica no puede soportar otro destino posible que no sea igual a su comienzo, es decir que acabe mal. La palabra capicúa (del catalán: cap i cua, cabeza y cola) se refiere a cualquier historia simétrica que, por ello, se lee –más o menos- igual de arriba a abajo que de abajo a arriba.

por Javier Debarnot

Capicúa

 

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Buenísimo! Tengo un desafío para los lectores: Encontrar todos los términos "capicúa" que tiene el relato. Yo encontré unos diez...
Anónimo ha dicho que…
Daba el arroz a la zorra el abad

Muy buenos!!!

Martín
Anónimo ha dicho que…
Buenísimo!!! Me encanta este estilo, es atrapante... al fin más cuentos, ya se te extrañaba!
Anónimo ha dicho que…
Muy bueno!!! Muy creativo! Se podría decir que el pobre Otto tuvo un "martes 13" a la décima potencia! Me encantó la interpretación del término "capicua".
Realmente se extrañaban tus cuentos Javi!!! Felicitaciones y esperamos más y más historias!

María

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