Arrástrate y anda
por Javier Debarnot
Desde hace unos meses Emilio se las había rebuscado para ganarse la vida, aunque el “dignamente” no se ajustaba a su caso. Manifestando una imposibilidad para caminar, empezó pidiendo en una silla de ruedas por los vagones del subterráneo y sacaba treinta pesos por día. Hasta que descubrió que arrastrándose por el suelo sin silla podía recaudar hasta cien por mañana.
Había elegido la estación “Tribunales”, porque estaba provista de un ascensor que le permitía llegar sentado hasta el andén sin necesidad de que alguien lo bajara por las escaleras. Se metía en cada subte que pasaba e iniciaba su discurso mendigando monedas de muchos y billetes de los más samaritanos. Apenas tres horas después de haberse subido al primer vagón, ya podía contar en sus bolsillos la cantidad suficiente de dinero para solventarse. Vivía solo en un mono ambiente del barrio de Once, y para casi todos era una incógnita cómo había perdido la movilidad de sus piernas.
Nadie sabe qué fue lo que le disparó esa idea a Emilio, pero un buen día le pidió al empleado de un kiosco de la estación si le podía cuidar la silla de ruedas.
-Yo no tengo problema, te la guardo acá en el puesto hasta las seis, ¿pero cómo te vas a movilizar? – preguntó con absoluta incertidumbre.
-Quedate tranquilo que me puedo arrastrar –le respondió mientras simultáneamente se descolgó hasta el suelo y comenzó a moverse utilizando las palmas de sus manos como apoyo.
-Estás loco, hermano.
-Estoy desesperado, tengo tres hijos y con lo que saco le doy de comer a uno y medio. Es triste, pero si no doy más lástima me tiran con monedas de diez y veinticinco centavos- le había aclarado Emilio antes de subirse a un tren. Cuando el vehículo se tragó al inválido cerrando las puertas tras su ingreso, el puestero seguía con la boca abierta sin posibilidad de reaccionar, tanto él como el resto de los viajeros que lo habían visto a Emilio bajarse de su silla y comenzar a reptar por el mugroso piso del andén de “Tribunales”.
Para los ocasionales viajeros era chocante verlo arrastrarse por el interior del vagón. Pero toda la destreza y movilidad que le faltaba en sus piernas Emilio la tenía en su lengua. Enfundaba con la precisión de un artista un discurso en el que intentaba desdramatizar su situación apelando a algunos chistes que rozaban el humor negro aludiendo a su propia situación. “Metí la pata”, “¿Qué viene a hablar Maradona de que le cortaron las piernas” y “Es mentira que juntando mil boletos capicúa te dan una silla de ruedas” eran bocadillos que no le fallaban. Nadie se animaba a soltar una carcajada pero varios insinuaban una sonrisa, y la mayoría se conmovía dejándole en su sombrero tipo Piluso las monedas que tenían a mano. La gente resignaba la compra de chicles o alfajores para ayudar al joven que mostraba tanto espíritu aún en su situación tan degradante.
Un jueves todo cambió. Parecía ser una mañana más, otro día en el que Emilio se iba a marchar a su casa con una suculenta cantidad de dinero a cambio de refregar sus pantalones por las superficies del andén y los vagones. El empleado del puesto de diarios ya se había familiarizado con el joven, quizás agradeciendo los cinco pesos diarios que le dejaba en concepto del cuidado de la silla.
-Emilio, mirá que hoy cierro al mediodía así que volvé por acá antes de la una. –le advirtió antes de que subiera al primer vagón del subte.
El discapacitado asintió desde el piso y se abrió lugar en el interior del tren. Ya habiendo pasado varias semanas desde su primer día de mendigar sin la silla, había ganado mucha práctica y se arrastraba con velocidad y firmeza. Cuando las primeras frases de su repertorio empezaron a deslizarse por su boca, Emilio hizo lo que siempre acostumbraba, posar sus ojos en la mirada de un pasajero al azar. Entonces, por primera vez tartamudeó en el preciso instante en que la vio a ella, una chica de unos veintipico, pelirroja, chispeante y sensual. Se sacudió con su imagen, pero como pudo logró encarrilar su parlamento disimulando su atracción hacia aquella mujer que viajaba parada y llevando un bolso colgado en su hombro izquierdo.
Deslizándose por el pasillo, una vez que dio por acabado su parlamento, Emilio inició la recolección de las dádivas que los pasajeros le iban dejando en su sombrero. Por supuesto que seguía pendiente de la chica, convertida a esa altura en la doncella de sus sueños, y más aún cuando ésta le dejó una moneda de un peso con el agravante de regalarle una sonrisa. El joven ya estaba literalmente ido y eclipsado por su belleza, pero continuó hasta terminar la recorrida por el vagón.
Miles de pensamientos obcecaron a Emilio, que se encontró de golpe con la necesidad de hacer cualquier cosa para acercarse a esa mujer. Las alternativas lo bombardeaban sin orden y sin sentido, pero antes de que algo se le ocurriese observó una acción inesperada. Un hombre que viajaba junto a la chica, con mucho sigilo metió su mano en el bolso de ella y le sustrajo la billetera, pero lo hizo con la habilidad de un prestidigitador de guante blanco para que nadie se enterara. Sólo Emilio, claro, que hacía segundos tenía su vista imantada en la pelirroja.
-¡Ey, ladrón, el de campera marrón! – su voz le brotaba nerviosamente - ¿Lo vieron? ¡Le robó la billetera a la chica!
Ninguno de los viajeros se había percatado del hecho y, aunque todos se alarmaron ante los gritos de Emilio, nadie reaccionó mientras el amigo de lo ajeno iba acercándose a una de las puertas a medida que el subterráneo disminuía su velocidad. Estaba a punto de frenar el vagón, el ladrón cerca de abandonarlo y Emilio sentado en el suelo, su hábitat natural, mascullando impotencia porque aparentemente no había persona alguna que atinara a detener al caco, que pasó nerviosamente a su lado sin mirarlo a los ojos.
-¡Vení acá, delincuente! ¿Te pensás que vas a venir a robarnos sin que nos demos cuenta? – seguía gritando antes de que sucediera lo impensado.
Quizás nervioso ante la necesidad de impresionar a la chica, tal vez enarbolando un rol de justiciero que llevaba en sus genes sin saberlo hasta entonces, Emilio hizo algo que significaba arriesgarlo todo, y que sobre mil posibilidades posibles tenía novecientas noventa y nueve de que le saliera mal. Se levantó del piso, pisó firmemente con ambas piernas y dio primero uno, luego dos pasos, hasta que aceleró y corrió los cinco metros que lo separaban del ladrón. Éste estaba a punto de atravesar la puerta y nunca se hubiera imaginado que un paralítico se iba a levantar para darle alcance.
-¿A dónde vas, chorro de mierda? – le gritaba al tiempo que le revisaba los bolsillos hasta encontrar la billetera de la chica. - ¿Lo ven? ¿Vieron que yo no mentía? – les mostraba el botín recuperado a todos, ya en ese momento habiendo bajado del subte justo en la estación “Tribunales”, su habitual punto de partida. Pero ese día estaba siendo el sitio de su punto final como falso discapacitado.
La gente no entendía nada. Unos llamaron a un policía que dio cuenta del malhechor, pero el resto rodeaba a Emilio e iba transformando su estupor en indignación para increparlo con una incontenible furia. Lo acusaban de mentiroso, de estafador, sinvergüenza, y muchos pedían que les devolviera su dinero. Más de uno hizo amagues de intentar golpearlo, y a poco estuvo de ligar una tunda solo entre tanto pasajero estafado, pero lo salvó el dueño del puesto de diarios que había estado observando lo sucedido desde la otra punta del andén y se acercó a socorrerlo. Una vez que se alejó la masa en el próximo subte, el hombre le tiró la silla de ruedas y le pidió que no apareciera nunca más.
Emilio volvió a su casa aturdido por los insultos y sin agradecimiento por parte de la chica, pero con la certeza de que no podría aparecer por esa estación ni las aledañas al menos por un tiempo. Malvendió la silla de ruedas a través de una página de internet y, para demostrar que los milagros casi nunca existen, no buscó ningún trabajo decente. Hoy recauda lo suficiente para mantenerse sin apuros, haciendo de ciego en la Terminal de trenes de Constitución.
Comentarios
El relato, genial como siempre, le puse cara y todo a Emilio y a la peliroja.
No dejes nunca de darnos la posibilidad de ponerle caras a los personajes de estas y tantas historias simples que nos rodean.
Mr. M
Por otra parte, a la pregunta de "cuántos Emilios habrá por la vida" y justamente para que otros minusválidos no paguen la desconfianza, creo que el peso/euro que nos podamos gastar por semana dándole a alguien que dice ser ciego es demasiado poco para perjudicar a alguien que realmente lo es.
Releo esto y veo que como siempre, escribo mucho pero no digo nada.
Muy buen relato!
Me uno al segundo comentario de Anónimo. Yo también tenía la duda acerca de la simulación.
Muy cierto lo de que para parecer un arrastrado, hay que arrastrarse.
Y a decir verdad, es un tema tan delicado como corriente, quizás...
Uno podría decir que Emilio de algún modo estaba estafando o "robando" a los pasajeros. Y sin embargo, trata de frenar al ladrón. Como que él no se ve a sí mismo como tal...
Y el final me mató. Ojo, no sé si es tan o más jodido hacer de ciego, que de lisiado. Es más estático, y precisa menos esfuerzo tal vez.
Un gran abrazo!
(o entendí mal y realmente no era paralítico? y eso que no fumé nada)
un abrazo!
maxi
Muy bueno Javi!!!!!
Muy realista, ME ENCANTÓ!!!
Ya estoy leyendo otro!
Mari