Lo mucho que hubieran hecho

por Javier Debarnot

      La venda le apretaba los ojos y se extendía casi hasta la punta de su nariz. Apenas liberados sus orificios nasales, Juan podía percibir el hedor que despedía ese paño negro, mezcla de su propia mugre, sangre y transpiración. Ya había perdido toda noción de tiempo y espacio, sin diferenciar el día, la noche, la celda o el cuarto de interrogatorio.
 
      Juan terminaría de estudiar la carrera de Bellas Artes, pero no lo haría en los seis años originales sino que tardaría casi ocho. Promediando el ´82 tendría una crisis vocacional y se iría junto a Julieta, su novia desde los diecisiete, de mochilero al sur de Argentina. Conocería El Bolsón, Lago Puelo, San Martín de los Andes, y concebirían a su primera hija en un camping de la Colonia Suiza en Bariloche, tras una acaramelada noche mezcla de fogón, guitarra y piscos. A su regreso de aquel viaje que se extendería por once meses en lugar de los tres planeados, Juan volvería a la Facultad y afianzaría su amistad con Pedro, con quien, una vez recibido, montaría un negocio de venta de máscaras, disfraces y efectos especiales para eventos culturales. Casi al mismo tiempo en que Argentina saldría campeón del mundo en el ´86 nacería Benjamín, el varoncito de la familia, provocando algunos celos en su hermanita Valentina que ya tendría tres años. La empresa no iría del todo bien por lo cual le bajarían la persiana a fines de los ´80, quedando Juan sin empleo pero con muchas deudas. No le quedaría otra que comenzar a trabajar de lo que fuera, más cuando el sueldo de docente de Julieta apenas les alcanzaría para pagar el alquiler y los colegios de los nenes. Al día de hoy, Juan seguiría como asesor en la empresa textil de su suegro, algo frustrado en su vocación pero feliz por el crecimiento sano, alegre y sin fisuras de sus dos hijos, y esperaría la llegada del verano para viajar a Bariloche, a veces con toda la familia, en ocasiones sólo con Julieta, para rememorar ese año en que habrían tenido tantos sueños. 
 
      A Mariana no le preocupaba otra cosa más que no fuera sentirlo a él. No sufría ni hambre ni sed, pero su obsesión pasaba por ingerir raciones extra de alimento que sus compañeras de encierro le guardaban y acercaban. Sólo le pedían a cambio que ella les permitiese palpar su panza para sentir las inquietas pataditas que convidaban vida desde su vientre.
 
      Mariana completaría los últimos dos meses de su embarazo y entonces nacería Matías, en parto normal pero complicado. Diego, el padre del niño, se separaría de Mariana antes de que el pequeño cumpliera los dos años. Ella reharía su vida cambiándola por completo. Con la ayuda de su madre para encargarse de los quehaceres domésticos y del cuidado de Matías, retomaría sus estudios de Sociología por las noches y durante del día trabajaría como empleada en un local de venta de ropa deportiva. Allí conocería a Mauro, uno de sus clientes, con quien comenzaría una relación que avanzaría contra viento y marea a pesar de los constantes reparos que le pondría su mamá, quien nunca digeriría la partida del padre de su nieto. Pero Mariana lograría recibirse y renunciaría a la tienda, y conseguiría empleo de lo suyo en una Fundación relacionada con las víctimas de la violencia doméstica. Afianzaría sus lazos con Mauro y, sin posibilidad de volver a procrear por las complicaciones sufridas en el nacimiento de Matías, tomaría la decisión de adoptar otro hijo. Luego de arduos años de espera, en 1995 le darían a su cargo una niña de nombre Sofía. Ella sería la debilidad de su hermano Matías, ya adolescente con sus quince años. Mariana lograría por fin comprarse un departamento en Flores donde se iría a vivir con Mauro y sus dos hijos. A fines de 2002 fallecería su madre, a quien lloraría profundamente, pero su muerte también provocaría una cierta tranquilidad por los constantes roces que habrían quedado atrás entre la difunta y el nuevo esposo de Mariana. En la actualidad. sus días transcurrirían entre la entrega por su profesión y el cálido disfrute de los suyos en cada momento libre de su trabajo. 
 
      Con 19 años y menos de cincuenta kilos, Fernando parecía un remedo de persona. Tan débil se encontraba que en ocasiones no tenía ni fuerzas para bajarse los pantalones, se hacía sus necesidades encima, y eso hacía más profunda su caída en el pozo de la degradación. Cada vez que dormía, soñaba con despertarse de aquella pesadilla atroz.
 
      Fernando seguiría viviendo con sus padres hasta 1983, justo el año en que volvería la democracia. Recién ese año dejaría de visitar cada semana las distintas villas de emergencia de Capital y el Conurbano, para enseñarles a leer y escribir a los más pequeños. Su trabajo como canillita y empezar a cursar varias materias de la carrera de Ciencias Políticas le quitarían el tiempo para aquellas labores sociales, aunque continuaría colaborando económicamente como padrino de un hogar de ayuda para niños carenciados de La Cava. En abril de 1989 asumiría como concejal en el distrito de San Fernando, cargo que ejercería durante dos períodos consecutivos. Tendría una convivencia de siete años con Viviana, compañera en sus épocas de militancia, pero rompería con ella durante un fin de semana en Colonia tras un ínfimo pero continuo desgaste de la relación. Abocado de lleno a la política, dentro del partido socialista subiría peldaño a peldaño hasta quedar cuarto en la lista de diputados que se presentarían como candidatos en las elecciones de 2003. No conseguiría una banca en el Congreso pero quedaría como mano derecha de un correligionario electo, con quien trabajaría con tesón en distintos proyectos de ley concernientes a la defensa de los derechos humanos. En el ámbito ajeno a la política, abriría una agencia de remises en Olivos que cerraría un par de años después, luego de que su sobrino fuera abatido por delincuentes en un caso de secuestro exprés con policías implicados que aún hoy estaría sin resolver por la Justicia. Fernando estaría luchando desde su lugar de diputado, pero más que nada de tío, para esclarecer el asesinato del único hijo de su hermana. 
 
      Alguna vez Laura había escuchado que el hombre era un animal de costumbres, pero jamás pensó en la aterradora forma en que comprobaría aquella premisa. Con su ojos clavados en la lamparita que bajaba y subía alternadamente su tensión, había aprendido a reconocer a sus compañeros por los desgarradores gritos que devolvían desde lejos ante la impiadosa acción de la picana.
 
      Laura volvería a su casa de Lanús, armaría las valijas y se marcharía de Argentina junto a su marido Julián y a Flor, su hija de cuatro años. El destino sería las islas Canarias, donde vivirían en paz y apaciblemente hasta fines de los ochenta, solventados por una tienda de artesanías en la playa y algunos esporádicos trabajos de Julián como cronista siguiendo los pasos de Tenerife, el equipo emblemático de la isla. El regreso a la patria, ya acallados los resabios de los tiempos del Proceso, les costaría bastante más que nada por Flor; la joven habría vivido la mayor parte de su vida en España y extrañaría mucho a sus amigos y a una forma de vida bastante más relajada que la Argentina de 1989 con la inflación tocando el cielo con las manos. Ante ese panorama serían duros los primeros años luego del exilio, pero algunos hechos encauzarían el barco de Laura y los suyos. Ella conseguiría un papel importante como protagonista de una afamada obra musical, cosechando los frutos de largos años de estudio en escuelas de teatro españolas y argentinas, y Julián lograría quedar en el staff fijo de periodistas del diario Página 12. Aún con el bienestar que esos ansiados empleos le darían a la familia, no podrían impedir lo que sucedería tras algunos años de insistencia: con su mayoría de edad y las valijas a cuestas, Flor se instalaría definitivamente en Santa Cruz de Tenerife. El matrimonio seguiría adelante, capeando alguna ola en el mar calmo de su relación, y Laura aguardaría ansiosa el arribo de cada agosto para sorprenderse en la sala de embarque de Ezeiza con la aparición de su Flor, cada temporada más parecida a ella. Este año y en ese aeropuerto vería por primera vez personalmente a Lolita, su nieta española. 
 
      A Juan, Mariana, Fernando y Laura no les duró mucho tiempo más aquel encierro en la clandestinidad. Al borde de los aviones Fokker de la Fuerza Aérea argentina y sedados hasta adormecer, quizás dejaron flamear por última vez su imaginación y sus sueños, aquellos que jamás pueden ser encerrados. Sus últimos pensamientos pueden haber sido fantasear con lo que habría sido de sus vidas. Porque ellos cuatro, como tantos miles entre 1976 y 1983, no sobrevivieron a la atrocidad de los vuelos de la muerte comandados por monstruos que seguían órdenes de una Junta diabólica.
 
      En su memoria, además de honrarlos por lo que fueron, merecerían ser recordados por todo aquello que pudieron haber sido.
 
 



Comentarios

Anónimo ha dicho que…
te felicito javi.
Anónimo ha dicho que…
Javi, me toca muy de cerca la publicación "Lo mucho que ubieran hecho"... no hay dudas de ello, Nuestra Argentina hoy sería otra.
Te felicito y te agradezco.
Te quiero mucho.
Claudina
Anónimo ha dicho que…
Durisimo
Muy Bien
Gon
Cristian Perfumo ha dicho que…
Piel de gallina.
mazlov ha dicho que…
Sin palabras, me estremeció.
Hermanos Bladimir ha dicho que…
simplemente impactante y muy bien narrado. hasta el título está impecable...

saludos amigables
Anónimo ha dicho que…
Escalofriante. Llore. La frase final, abarco todo y tienes toda la razón. Tenian toda una vida por delante y se las despedazarón a diestra y siniestra.
Romina ha dicho que…
Buenísimo.
Anónimo ha dicho que…
muy duro, muy triste y lo peor, muy cierto.
Tuve la enorme satistaccion de que viniste y me dedicaste una tarde, nunca olvidare eso por que realmente es un momento malo de mi vida y uno descubre que la amistad verdadera es muy escasa.
ya sabras que la excepcion confirma la regla , gracias.
besos pa la rubia la propaganda y la panza

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